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Los_culpables._P_49e184a6bba55(Galo Vierge. Los culpables. Pamplona, 1936)
Aquella tarde del 23 de agosto, como otras muchas, hablábamos de cosas triviales, para pasar el rato, cuando se oyó girar la puerta del patio y apareció en el umbral un funcionario de prisiones con unas hojas blancas de tamaño folio en la mano. Con gesto imperativo ordenó silencio, y cuando en el patio no se oía más que el respirar anhelante de los presos, empezó a leer con voz pausada una lista de nombres a los que, según se les llamaba, salían apresuradamente al exterior, donde les esperaban los requetés y falangistas que les ataban las manos a la espalda para obligarles después a subir a dos autocares que esperaban en la puerta de la cárcel. […]
Los_fusilados_de_49e184bd25355La Junta de Guerra en pleno, en la que se encontraban hombres que se tenían por fervientes católicos, estaba al tanto de lo que ocurría en aquellos momentos en la cárcel, ya que dieron por bueno el acuerdo de dar carta blanca a requetés y falangistas para, según ellos, sanear Navarra de rojos y masones.
El Obispo de Pamplona, Marcelino Olaechea, con su báculo y mitra de pastor de almas, era uno de los principales artífices de aquel fastuoso cortejo religioso, y sabedor también del monstruoso crimen que en las Bardenas se estaba cometiendo en nombre de Dios, no se opuso a que aquella salvajada se cumpliese, sino que colaboró en ella al mandar a varios sacerdotes al lugar del crimen para que prestasen auxilios espirituales a los desgraciados condenados a muerte. Uno de aquellos sacerdotes mandados por el obispo para cumplir la macabra misión, fue don Antonio Añoveros, años más tarde obispo de la diócesis de Bilbao.

Enfilaron el camino de las Bardenas los dos autocares, llevando en los asientos delanteros a los presos, y atrás, vigilándolos con sus ojos de verdugos, falanges y requetés, empuñando los fusiles entre sus manos, dispuestos a disparar ante el más simple conato de rebeldía de aquellos desgraciados que caminaban hacia la muerte sin haber cometido otro delito que el de soñar con una sociedad más justa […]
Cuando los dos autobuses llegaron al término del pueblo navarro de Caparroso, guiados por el coche que les precedía, viraron a un lado de la carretera, adentrándose con dificultad en el terreno árido de las Bardenas. Habían recorrido unos setenta kilómetros desde su salida de Pamplona. Todo estaba meticulosamente preparado. La víspera de aquella cruel matanza se había abierto una gran fosa cerca de la corraliza de Valcaldera. […]
Comenzaron a oírse las primeras descargas de los fusiles que truncaban la vida de los presos confesados. Hubo gritos histéricos de desesperación y presos que lloraban en silencio, ofrendando sus ardientes lágrimas a sus seres más queridos. Había presos que se derrumbaban al suelo sin conocimiento, rotos sus nervios por la tremenda tensión a que se veían sometidos, y entonces aquellos verdugos los llevaban a rastras por el suelo hasta el lugar de la ejecución. Y allí eran rematados a tiros.

(Josefina Campos. Los fusilados de Peralta)
José Mª Jimeno Jurío escribió sobre la falta de valor del Obispo Olaechea en «El clero y la guerra civil (1936-1939)», donde relata cómo, tras participar en varios actos de exaltación falangista, con bendición de bandera incluida, besamanos y canto del Cara al sol, y habiendo callado durante el primer mes de asesinatos, el obispo calificó el Alzamiento Nacional como «Cruzada» el 23 de agosto («por la causa de Dios y por España, porque no es una guerra […] es una Cruzada y la Iglesia […] no puede menos de poner cuanto tiene a favor de sus cruzados»), fecha de la solemne procesión con la imagen de Santa María la Real por las calles de Pamplona, mientras enviaba confesores a la matanza que se celebraba en la corraliza bardenera de Valcaldera.