Iñaki Urdanibia, Mugalari, 2010-XII-17
En la presente ocasión, no necesitamos ningún Benítez que nos guíe por las nebulosas de objetos voladores no identificados, o similares, pues estamos ante unos objetos identificados y peligrosos: los obispos (con sus celebérrimos nombres propios) y, en su defecto, los ordinarios del lugar, que para el caso es lo mismo. Éstos –de los que se habla, y a los que se deja hablar, en este voluminoso libro– no vuelan, si bien el pienso con el que se nutren (compuesto teológico y litúrgico él) es alpiste celestial; se convierten en objetos al dimitir del pensamiento, al renunciar a él postrándose ante el pensamiento único del saber absoluto, el altísimo (y no hablamos de la NBA), e intentando convertir en temerosos sujetos a sus víctimas.
Para penetrar en las entretelas de los faldones y en los bajos de las mitras episcopales nadie mejor que un observador crítico y sarcástico hasta la postilla, como es Víctor Moreno, quien añade a su contagioso humor, el amplio conocimiento del terreno que transita y su habilidad expresiva. El discurso pretendidamente performativo (que afirma que se «hacen cosas con palabras») de la jerarquía eclesiástica nos es entregado, expuesto, en una lectura pormenorizada que Moreno realiza siguiendo las declaraciones de los protagonistas y sus esmerados monaguillos (Juan Manuel de Prada a la cabeza), que no hacen sino aplaudir y corear todas las sandeces que salen por las celestiales boquitas de los jerarcas clericales. En los dos bloques que componen la obra (‘Así en la tierra como en el cielo’ y ‘Fetichistas, providencialistas y carcas’) no se da tregua a nuestro sentido del humor y tampoco a los momentos de mala hostia (con hache) ante los casos en que destaca el inequívoco compromiso de la Iglesia con los poderes más retrógrados de este «valle de lágrimas», cosa que queda deslumbrantemente clara desde la foto inicial de los «cruzados» hasta la línea y afirmación finales, con tonos atahualpianos: «que no existe y que nunca vendrá a sentarse a nuestra mesa».
Si el ídolo del cristianismo dijese, según cuenta alguno de sus supuestos seguidores, que había «venido a poner fuego y [que] qué quería sino que ardiese», a «sembrar la guerra…», sus episcopales señorías siempre han sido fieles a tal espíritu guerrero. Siempre buscando gresca contra quienes piensan de manera distinta a la predicada por ellos, sin cortarse ni un pelo a la hora de recurrir a medios nada evangélicos para imponer su divina visión, sea en asuntos legislativos, como los matrimonios gays, el aborto, la Educación para la ciudadanía, o la Ley de la Memoria Histórica, como en otros campos en los que su voz estridente –a pesar de que no sean ellos quiénes para chistar– se deja oír con estruendo: en aspectos relacionados con la violencia doméstica, sexuales, etc. Como un brutal batallón (atruena la fe en marcha) empujan para meter en las aulas la enseñanza de su religión (¿cómo se enseña eso?), en extender su influencia en terrenos bien materiales ejerciendo sin pudor la simonía, rechazada a latigazos por Jesús, y empeñados en colgar sus cruces en todas las paredes que en el mundo son. Se ve así en el documentado repaso que no hay ley terrenal (Constitución, código civil, etc.) que respeten, pues ellos son los poseedores en exclusiva de la Verdad (con mayúsuculas) y que sus hogueras siempre están dispuestas para hacer arder a quienes no creen en sus fantasmas y, en especial, a esas personas “defectuosas” que serían los ateos.
Estamos ante un volumen que contiene un kilo y ciento veinte gramos de acertadas palabras y toneladas de risas (¿o se medirán éstas en metros cúbicos?), que no ha de pasar inadvertido para cualquiera que viva en el más acá, que es en donde campan por sus respetos los purpurados, tratando de adueñarse del comportamiento terrenal en nombre de un glorioso más allá. Sexo, droga, &… gregoriano –retocando el lema de Ian Dury– y pelas e imposición en nombre de aquel que no tenía en donde reposar su cabeza como los pajarillos del campo.