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Gregorio Morán, La Vanguardia («Sabatinas intempestivas»)- 12/12/2009
Seguía observando el mundo sin altivez ni resentimiento y, sobre todo, con pasión y dureza en sus juicios
Los titulares son para el que escribe como mordazas, a veces acicates para el ingenio. Depende. ¿Cómo explicar en menos de una docena de caracteres una idea? El reto en este caso consistía en hallar dos palabras, a falta de una, que asumieran la doble significación de mostrar la singularidad de un escritor, es decir, la grandeza que resume su rareza, y al tiempo su marginalidad en el mundo de la cultura establecida. Desde «Raros geniales» hasta «Aves solitarias», lo he probado todo para encontrar un marbete que abarcara a tres escritores absolutamente dispares: un navarro fronterizo, un norteamericano exótico y un argentino que murió de mala manera en Barcelona. Al final he de admitir el fracaso y conformarme con este «Raros y solos», por evidente.
La idea de estos tres retratos nació, como ocurre con buena parte de lo que escribimos, de esa mezcla de sorpresa e irritación que denominamos perplejidad. Ocurrió en plena canícula veraniega. Acababa de morir Pablo Antoñana a sus 81 años apagados y sufridos, y sucedía que no sólo estaba ausente de nuestros obituarios sino que, como si se tratara de una humorada periodística, dedicábamos media página con foto incluida al gran muerto de aquella semana, un caballero que respondía al nombre de Robert Novak. Una estrella mediática norteamericana a la que con toda seguridad no habrá en España ni una sola persona que le conozca a menos que se haya movido en los ambientes reaccionarios de Estados Unidos. Uno de los escritores más singulares de la España de posguerra acababa su vida ninguneado por un columnista norteamericano absolutamente ignoto y cuya trayectoria profesional se distinguió por ser un marrullero calumniador al servicio de los poderes más conservadores de Norteamérica.
Descubrí a Pablo Antoñana demasiado tarde, como casi todo. Un alma caritativa había puesto bajo mis ojos su Pequeña crónica editada en 1984 por Pamiela (una magnífica editorial navarra) y me quedé traspuesto tanto literal como literariamente. Había ahí una literatura de una fuerza y una calidad insólita, que no podía surgir como los hongos o por casualidad sino tras mucha elaboración y una trayectoria de la que desconocía todo. Desde entonces me he considerado un seguidor atento de la obra de Antoñana, lo que tenía algo de buscador de trufas, porque casi la totalidad de su literatura era anteriorami descubrimiento y cabía buscarla por el olfato, desenterrando las piezas que el tiempo y el abandono había ido cubriendo. Pero ¿quién demonios es, o fue, ese Pablo Antoñana que murió este verano?
Su entrada con cierta notoriedad en el mundo de la literatura se produjo a comienzos de los años sesenta, entendiéndolo en la discreta medida de entonces. Tres obras suyas habían sido premiadas. ¡Tiempos aquellos en los que un tipo de treinta y pocos años podía ser premiado sin haber publicado nada antes y sin tener agente literario, que a la sazón ni siquiera existían en España! De sus tres obras premiadas, dos narraciones –El capitán Cassou y No estamos solos– y una novela, La cuerda rota, yo me quedo con esta última. La había presentado al premio Nadal, que daba sus últimos coletazos como gran premio literario sin golferías. Sucedió en 1962. El galardón lo obtuvo una novela menor, El curso, de Payno, y es verdad reconocida que el primer premio debía corresponder a la obra de Antoñana, a quien se le concedió un segundo, de consolación y reconocimiento.
¿Qué problema tenía La cuerda rota? Resultaba impensable que la censura la autorizara, y la condición más reseñable del premio consistía en su publicación. Y fíjense si tenían razón, que no apareció ante el público ¡hasta 1995 y en Pamiela! Contaba una historia que hoy diríamos muy actual. Unos portugueses tratan de pasar clandestinamente la frontera vasco-navarra a la búsqueda de una vida mejor en Francia. Pero decir eso y nada es lo mismo. El mundo de los contrabandistas, de la Guardia Civil, de los pueblos de frontera, de los rescoldos de la guerra, de la miseria social..., retratados en un estilo que debe mucho a Valle-Inclán y Faulkner, las dos literaturas que más influirán en la prosa de Antoñana.
En aquellos primeros años sesenta, es un escritor con futuro por más que carezca de presente, porque su intento de instalarse en Madrid resulta un fracaso y ha de volver a su Viana natal. Quien no conozca esta villa navarra, una encrucijada en el Camino de Santiago, fronteriza con La Rioja y Álava, le costará entenderlo. Allí habitaron mundos fenecidos hace muchos años y su último resplandor, brutal, lo vivió con las guerras carlistas. Las tres guerras, incluida la tercera, la de 1936, la más sangrienta en opinión de algunos, Antoñana entre ellos. Si el territorio geográfico de la literatura de Antoñana es el imaginario de la República de Ioar, trasunto de Viana y aledaños, su territorio historiográfico y temático en buena parte de su obra es el del carlismo corrupto y derrotado, ese fin de una casta que tanto nos emociona cuando se refiere a Sicilia y los Lampedusa y que tan poco conocemos de nuestras Sicilias del Norte o del Mediterráneo.
Estaba ungido para eso; había nacido en la misma casa que don Francisco Navarro Villoslada, rico venido muy amenos, rentista y autor de libros de buenas intenciones y nefasta literatura, famoso entre los tradicionalistas y vasquistas por escribir la alucinante historia de Amaya o los vascos en el siglo VIII. En la biblioteca del prohombre, entre sus objetos y recuerdos pasará la infancia Antoñana, apenas un intruso en su condición de hijo del ama de llaves. A esa madre considerará él siempre como su maestra narradora, fuente inagotable de historias y decires pese a su condición de iletrada.
En los años ochenta el crítico Rafael Conte, factótum del canon literario español durante décadas, solía afirmar, en privado y con alcoholes, que Antoñana era «como Benet, antes que Benet y mejor que Benet», cuando Juan Benet aún conservaba el magisterio de la literatura española, pero resultó que Antoñana había vuelto al pueblo y había seguido ejerciendo de secretario de ayuntamiento en tres pueblecillos de la Merindad de Estella. Así fue trascurriendo su vida desde 1952 hasta su jubilación en 1988. Eso sí, dejaba una veta de su talento cada domingo en el Diario de Navarra, durante quince años, hasta la democracia, y luego en Navarra Hoy, y por fin donde se lo permitieron. Rafael Castellanos escribió en 1984: «Antoñana es uno de los mejores escritores hispanoparlantes de la actualidad... Treinta páginas de Antoñana te resarcen de quince best sellers ratificados por el INLE». Sí, por supuesto, pero...
En la primavera de 1996 le visité en Pamplona, preparando una serie que titulé «Literaturas de frontera». Me conmovió su ausencia de protocolos y vanidades. Seguía en la misma condición de escritor derrotado por un mundo que él seguía observando con idéntica distancia pero sin altivez ni resentimiento y, sobre todo, con pasión y dureza en sus juicios. Más que su barba pobladísima y su chapela desmesurada, notorias por abundantes, me llamaron la atención sus ojos claritos que iluminaban su natural sombrío, y la sencillez con la que explicaba todos y cada uno de sus pasos literarios. Desde sus vivencias con la generación realista de los años cincuenta, que algunos, Rafael Conte entre ellos, bautizaron como de la berza, hasta la atracción que sintieron por él los posmodernos de los ochenta. «Estoy inmerso –decía– en la generación del Silencio, los que no hicimos la guerra, gracias a Dios, pero la hemos soportado con resignación y dignidad, la cara alta y la conciencia limpia».
En el acto funerario que se celebró este verano en Pamplona intervinieron dos escritores de la siguiente generación, Miguel Sánchez Ostiz y Bernardo Atxaga, atentos seguidores de su obra. Le evocaron como lo que era, un gran narrador marginado por esas concepciones de la literatura como espectáculo, que el público acepta como rebaño atento, consentidor y benévolo. Revisando las notas que tomé hace años, encontré este apunte: «Tiene la ternura del perdedor sin complejos».

 

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