No entiendo muy bien la animadversión ni la mala uva que, en determinados momentos que algunos consideran históricos, como si no lo fueran todos, se desata contra los taurófilos. La decisión del Parlament de Cataluña es uno de ellos.
Yo, que pertenezco al burladero de quienes nunca han pisado una plaza de toros, ni siente entusiasmo alguno por las corridas ni los encierros, incluido el de san Fermín –el momento en que los mozos piden la intercesión del santo para que los proteja durante el encierro me sigue pareciendo una superstición infantil-, jamás se me ocurriría suprimir por decreto ni san Isidro ni los sanfermines, ni, por supuesto, la jacarandosa fiesta nacional.
¿Por qué?
Me considero una persona bastante sectaria y muy parcial, pero no tonta. Al lector lo catalogo de la misma manera. Por eso, a poco que piense, llegará como yo a esta tranquilizadora conclusión: las corridas y los taurófilos representan mejor que ninguna peña la cultura de la simpleza y, aunque sea duro decirlo, también de la barbarie en masa. Sí ya sé que entre quienes asisten a las corridas hay gente muy bien informada y no tanto: escritores, ingenieros, médicos, empresarios, gente de elite, aristocrática y todo.
Y que, por supuesto, no disfruta lo más mínimo viendo cómo se acaba con la vida de un animal, el cual, según algunos, nació para eso. ¿Nació o lo domesticaron para eso?
Ningún colectivo, como el de los taurófilos, cultiva de forma tan transparente la sinrazón, acompañada, además, por el arte de la más exquisita de las verborreas. No existe grupo o secta que aduzca más citas filosóficas, literarias, psicoanalíticas y éticas a la hora, no sólo de justificar, sino, incluso, de hacer atractiva y artística la matanza de un animal.
La gente suele pensar que ser necio es muy fácil Y tiene razón. Pero olvida que ello requiere un aprendizaje, un método, un camino, una técnica. Los taurófilos de pro lo saben mejor que nadie. De ahí que dediquen a ello todo su empeño y toda su voluntad. Comprensible, por tanto, su fenomenal vehemencia a la hora de defender lo que no puede justificarse más que desde el anfiteatro de la indiferencia ética.
A mí me ha dado mucha pena que el Parlament haya decidido la supresión de las corridas de toros en Cataluña, a partir de 2012.
Miren. Aunque contamos todavía con ricas y variadas manifestaciones de la bobería colectiva, sería muy difícil encontrar otra con más sólidos fundamentos. Con la lenta pero tenaz desaparición de los taurófilos se extinguirá una de las especies más representativas de la imbecilidad social de todos los tiempos.
Ellos, los taurófilos, al calificar las corridas de toros como costumbre profunda y tradición arraigada en el alma de los pueblos-¿en el bazo, no?-, no hacen sino reafirmar su íntimo deseo de mantener de forma perenne el árbol genealógico de la historia de la torpeza en masa.
La ciencia, muy en especial la etnografía, tenía, tiene aún, en el colectivo de los taurófilos un manuscrito, interesante como pocos, para estudiar hasta qué grado de profundidad y arraigo llega semejante inclinación. ¿Hasta dónde, el colon, el esófago, en fin, hasta qué entraña?
Considérese que, a diferencia de otras especies, que es preciso acotarlas para su estudio científico, los taurófilos se ofrecen de forma voluntaria y generosa para que se les observe in situ, sin pedir nada a cambio. El servicio que prestan los taurófilos al estudio de la necedad colectiva y nacional es impagable. Deberíamos de estarles sumamente agradecidos por su magnanimidad en mostrar desnudamente el cándido beotismo que los anima.
A diferencia de otros colectivos –caso de los políticos, por ejemplo-, los taurófilos no son hipócritas. No esconden la inmarcesible simpleza que los adorna, sino que la manifiestan crudamente allá donde se hallen, estén con quien estén. Si de algo no se les puede acusar es de fariseísmo. Mucha gente debería aprender de su comportamiento que, siendo conscientes del mayúsculo despropósito que defienden, no se arredran ante nada ni ante nadie. Creen firmemente estar en posesión de la verdadera, única, grande y libre estupidez que son capaces de todo, incluso de hacer digeribles las demás barbaridades de la vida. Pues un taurófilo que se precie de qué no será capaz por ver a José Tomás y su cuadrilla.
Suprimir las corridas de toros y los taurófilos con ellas sería un despilfarro que la ciencia no puede permitirse. Se tiraría por la borda una ocasión de platino para estudiar una especie que es paradigma en todo, menos en sensatez.
Así, pues, en lugar de prohibir corridas de toros y de tratar, en consecuencia, a los taurófilos como seres apestosos, crueles, insensibles e inhumanos, propondría que se les dieran todo tipo de posibilidades para que cultivasen con absoluta libertad su concepción tan bárbara e inmoral de la cultura. Y ellos, a su vez, como compensación, donasen en vida su cerebro y el resto de sus vísceras a la ciencia para un posterior estudio de su genoma. O de su ADN, como gusten.
Pues a nadie se le escapa que la constitución genética del taurófilo tiene que ser diferente a la de los demás. Si no, ¿cómo iban a ser tan deliciosamente necios?
Sobre el autor del artículo: Victor Moreno
Libros del autor: Pamiela.com