Como grupo social y objeto de estudio, me interesan quienes consideran que lo que son en la vida, lo deben a una decisión libre de su voluntad. Me interesan, porque suelen constituir la gran masa de quienes forman parte de grupos fanáticos, sean de corte político como religioso. Pues raro será el individuo que, sabedor de que la libertad es una falacia, pertenezca a un club, sea de corte trascendental o inmanente. Quienes hacen valores absolutos de estos conceptos abstractos han terminado consumidos por ellos y, mucho peor, consumiendo la paciencia a quienes han pretendido someter a sus dictados.
En esta situación, lo más común es sostener, como señalaba Cioran, que a los escépticos no se les podrá atribuir ningún avance histórico. Cierto. Pero tampoco ninguna catástrofe, como las debidas a los genios militares y religiosos, que con sus obsesiones han amargado la existencia de los demás.
Es verdad que, en ocasiones, las creencias responden más a cuestiones de estómago que de intelecto, pero a ver quién es el guapo que incrimina a los demás por ser lo que han decidido ser, en plan individual o colectivo. Quien lo haga se verá contra la pared de una contrarréplica inapelable: «¿Acaso no soy libre de hacer y pensar lo que me dé la gana?». A lo que cabría responder: «No, pero no seré yo quien te saque de semejante ingenuidad».
Los creyentes se refugian una y otra vez en el subterfugio de que las supersticiones que ellos cultivan no deberían ser susceptibles de crítica por parte de quienes no creen en el más allá ni en el más acá regido por teocracias o principios transcendentales. «Si no creéis, ¿por qué os interesáis tanto por lo que hacemos en misa doce? De verdad: los ateos no deberíais preocuparos por las majaderías que perpetramos los católicos en cuanto nos dejan solos».
La verdad es que, si la sociedad hubiera dejado hacer a los católicos lo que ellos consideraban que es el Bien Supremo, el mal en este mundo habría aumentado en progresión geométrica. De hecho, cuando eso fue posible, no se conoció en la historia ningún grupo más funesto para la convivencia democrática como el de los católicos. La guerra civil hasta encontró en la religión el fundamento primero y último de su violencia. Más todavía. La violencia que se ejerció durante la postguerra en España sólo fue posible gracias a la permisividad de la jerarquía eclesiástica. Y, hoy mismo, el catolicismo, representado por la Conferencia Episcopal y a su pollera el PP, es, sin duda alguna, el enemigo número uno de la convivencia democrática y de cualquier legislación nacida de la soberanía popular. Ambas instancias se pasan al unísono fascista el Estado de Derecho sin que el Gobierno haga una mueca de desagrado.
Sé que se lo tomarán como un sarcasmo -la falta de humor de la religión es nota esencial de su carácter-, pero sugiero que los católicos deberían sentirse satisfechos porque los ateos se alarmen, no sólo ante las declaraciones de sus prebostes episcopales, sino, también, por los hechos que, en ocasiones protagonizan. Es un buen sistema higiénico por el que pueden mejorar sus modos de vivir la religión que dicen profesar. Sobre todo, cuando la Iglesia es incapaz de autoflagelarse el neuronal con la cantidad de delitos que últimamente han perpetrado algunos de sus más cualificados miembros.
Ni que decir tiene que para la Iglesia el ateísmo es mayor pecado que la pederastia. Infamia lógica entre los paladines de la ortodoxia, pues ni el papa Benedicto XVI es capaz de otorgar urbi et orbi a los ateos la condición de seres humanos. Aunque para desprecio, el de los obispos españoles. Para la obispada española el ateísmo es una enfermedad, la peor de todas, mucho peor que la homosexualidad, que ésta, al fin y al cabo, con una buena descarga de electrodos en los güevos del diverso se puede curar, cosa que el ateísmo es irreversible. No se cura ni con un exorcismo papal.
El catolicismo oficial desvaría cuando juzga que los ateos no son dignos de criticar, por ejemplo, el hecho de que el arzobispado de la diócesis de Pamplona haya erigido una escultura del Sagrado Corazón de Jesús en la explanada del Seminario. En realidad, los ateos en ningún momento ven mal que los católicos se paguen de su bolsillo sus erecciones monumentales, sean de bronce o de paja, al Corazón de Jesús o a la vesícula de san Pedro. Estamos más que acostumbrados a ver la infinita riqueza de supersticiones y cultivo de insólitos fetichismos protagonizados por la Iglesia a lo largo de su devenir oscurantista y carcamal.
Lo que está fuera de lugar, para un ateo y para un creyente con sentido común, es que el arzobispado asegure que «consagra Navarra al Sagrado Corazón de Jesús».
¿Navarra? ¿Qué Navarra?
La Iglesia sigue aferrada a una más que oxidada concepción nacionalcatólica de la vida y de la política. Imagina que la Navarra actual es la misma que se levantó en el 36 contra la II República, apoyando el golpe fascista, y que el entonces inquilino del obispado de Pamplona, Marcelino Olaechea, fue el primero en caracterizar como Cruzada, en un artículo publicado en el periódico golpista de Cordovilla.
El arzobispado no sólo hace gala de una inconsútil chulería, arrogándose la representatividad de una Navarra eterna y esencialista, dejando fuera la existencia de otros navarros, ateos, apóstatas, y agnósticos, como ya hizo en el pasado con los rojos, que ni eran humanos ni, por supuesto, navarros. A su manera, la aplicación de la limpieza de sangre, ejercida por la Inquisición y el nazismo, sigue tan fresca como una lechuga de Groenlandia.
Pero desengáñese el arzobispado. La Navarra que ha consagrado a la víscera sacra del Nazareno no existe. Es una entelequia. Es muy comprensible que la Iglesia tenga por únicos navarros verdaderos a los creyentes. Pero semejante actitud sólo demostraría una vez más su maniqueísmo y su visión sectaria de la existencia.
Lo curioso es que no perciba que, en la medida que distingue la ciudadanía en función de la fe que se profesa, se está quedando cada vez más sola. Ni sus propios fanáticos -de «fanum», los que asisten al mismo templo-, le ríen sus gracias como antaño. ¿Que exagero?
Hace cien años, en 1910, la prensa navarra contaba alborozada que 90.000 navarros se había congregado en Iruñea para protestar contra la llamada Ley del Candado, que el genio político de Canalejas proyectaba contra las congregaciones religiosas. En 2010, a la consagración de Navarra al Sagrado Corazón de Jesús asiste «una multitud de 4.000 personas».
Nadie podrá negar que los católicos van a menos.
Sobre el autor del artículo: Victor Moreno
Libros del autor: Pamiela.com