Muchas son las investigaciones históricas publicadas sobre Navarra en estos últimos veinte años. Felizmente. Pero, ¡maldita sea!, solo las que publica ese mastín del navarrismo-españolista y de las JONS, llamado Del Burgo junior, provoca herpes en la piel de quienes se postulan como guardianes de la esencia vasca de estas tierras.
Y casi siempre para rebatir cuestiones como que lo vasco estuvo en las entrañas del devenir de Navarra desde la primera Glaciación y que los asesinados en la guerra de exterminio librada en Navarra en 1936 por carlistas y falangistas fueron más de 675, es decir, 3400 asesinados. Y que si la Paccionada y el Convenio Económico…
¿Algo más? Sí, pero el grueso de la controversia suele reducirse a esos epígrafes. El resto de las investigaciones queda postergado en el cesto del nada misericordioso olvido. Ni siquiera son motivo de reseña en la prensa, por lo cual apenas llegan a la sociedad.
Alguno dirá: ¿para qué? Para llegar a la conclusión universal de que “no existe un solo relato definitivo de la historia, sea esta de Navarra o de Alcorcón”, no hacen falta muchos estudios y visitas a los archivos. Además, si no nos ponemos de acuerdo, no solo en la interpretación de un hecho ocurrido hoy mismo, sino en admitir simplemente que haya existido, ¿cómo aceptar sin fricción lo que consta en los papeles de archivo fechados hace 200 años? Si no aceptamos el presente histórico, el pasado, menos.
De boquilla convenimos en que existen muchas versiones, todas válidas, decimos alegremente, pero será nuestra mirada y nuestra versión la que pretenda imponerse frente a las otras. Y ello, incluso, aceptando la imposibilidad de llegar a conclusiones definitivas, sean de Agamenón o su porquero. Lo habitual es no ponerse de acuerdo con nadie que no piense como uno. Y haremos bien. Por supuesto. Hay que llegar al consenso desde el disenso y, si no es posible, al menos permitir que los disidentes sigan vivos.
Nuestras convicciones son producto de miradas prismáticas sobre una realidad pasada y presente. Un prisma es un cuerpo geométrico que al pasar la luz, este la descompone en sus colores primarios; por ejemplo, la luz blanca (como la solar) da un espectro de siete colores (rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul, índigo y violeta). Obviando la metáfora, digamos que la mirada del historiador es de esa naturaleza. Cada cual utiliza su prisma obteniendo una luz distinta, un relato que será fruto de su luminoso ímpetu ideológico o político; además de las inevitables correcciones religiosas, morales, sexuales y artísticas que deslizará sobre el cuerpo investigado. El oficio de científico (Anagrama, 2003), ensayo de P. Bourdieu, es concluyente a este respecto.
Lo común, excepto en casos como el de Del Burgo, que es de presbicia crónica, será admitir la existencia de muchos relatos diferentes, pero caigamos en la ingenuidad pensando que esta declaración evitará el atrincheramiento ideológico de quienes defienden tal axioma, que son todos, incluso los que tratan de imponer el suyo.
La palabra relato procede del verbo “refero”, que significa volver a llevar. Cuando lo estudiábamos en el bachiller, supimos que era verbo “polirrizo”, de varias raíces. Dos de estas hacían que significara referir y relatar y, por tanto, transferir y trasladar. Cuando el historiador refiere, relata o traslada lo que encuentra en el archivo, significa que su mirada prismática traduce ese contenido en versión, es decir, en una de las muchas vueltas que pueden darse de él. Al no ofrecerse desnudamente el texto, sin interpretación, surge la controversia y la perversión de la historia y, en menor grado, la conversación. Palabras todas ellas derivadas de la misma raíz, de versio, lo que tiene su retranca semántica.
Como ya señalaron los estructuralistas, Barthes, Todorov y Bremond, entre otros, son innumerables los relatos existentes. Así es, pero, difícilmente, habrá consenso en admitir si lo sucedido en estos pagos durante estas últimas décadas, fue mito, epopeya, leyenda, cuento, fabulación, historia, narración, falsificación o, simplemente, relato.
Como supongo que se seguirá traficando con el pasado, y su relato me gustaría recordar que en narratología, el relato se articula siguiendo cuatro principios que tejen su trama. Estos son el de selección, de sucesión, del punto de vista y de jerarquía.
El de selección es una purga de la documentación original que el historiador abstrae con la finalidad de trasladar su relato a la sociedad. Y elegir implica abandonar. Como sucede en literatura, aquello que no se cuenta es, a veces, mucho más importante que lo que se cuenta. Aclarar qué criterios llevan al relator a seleccionar estos o aquellos hechos debería ser de obligado uso. El principio de selección es clave para el posterior desarrollo de lo que se cuenta. Su ejercicio no es neutral, ni inocente. Analizarlo de forma minuciosa aclararía muchos prejuicios y estereotipos.
El de sucesión se refiere al ordenamiento cronológico con que se desarrollan los hechos. Una actividad aparentemente inofensiva. No lo es, porque su ejercicio solapa con frecuencia el principio de causalidad. Según se presenten, algunos hechos serán causa de otros, mientras que estos, tan importantes o más en el devenir, serán mera comparsa. El relato de la Guerra Civil en Navarra por parte de Del Burgo padre y compañía fue modélico ordeñando este principio en beneficio propio.
El punto de vista se refiere al narrador utilizado que refiere, transfiere y traslada lo seleccionado. Existen tres tipos de narradores: omnisciente -lo sabe todo-; nesciente -sabe nada-; y equisciente -sabe lo que saben los protagonistas o testigos. No podemos fiarnos de la objetividad de ninguno de ellos, porque la verdad de su relato ya está dañada antes de que digan nada, pues su mirada depende del principio de selección. Lo mismo que la objetividad, pues esta no existe, ni siquiera en el documento original, del que supuestamente se parte para transferir el relato. Tan peligrosa puede ser la primera persona del singular como la tercera.
Por el principio de jerarquía, el relato se entrega a la conformación de un conjunto de conceptos y de términos seleccionados con los que se pretende unificar el discurso del relato. Son palabras talismanes. Cada historiador tiene las suyas haciendo de ellas señas de identidad. Y no solo. Según sea la carnaza del relato a trasladar, los conceptos jerarquizados serán también diferentes.
Visto lo visto, exigir objetividad en la transferencia o traslado de un relato es bendita ingenuidad. Las vueltas que sufre son innumerables.
Todo está infectado desde el principio por el uso que se hace de los principios señalados. Nadie, que yo sepa, está dispuesto a descubrir sus cartas conceptuales o ideológicas. Porque todos somos trileros. Eso sí. Reconozcamos que nadie como el gran jefe de este monipodio, Del Burgo Trile. Desgraciadamente, no se encuentra solo.