Desde que una parte de la sociedad ha tomado conciencia de que vivimos en un Estado aconfesional (artículo 16.3 de la Constitución), todos los años se arma el belén, precisamente por los Belenes que se montan en locales que son de titularidad pública, es decir, laicos.
Hay ayuntamientos que aún no se han enterado que son instituciones públicas del Estado y, por tanto, aconfesionales, por lo que no deben tomar decisiones a favor de una determinada religión por mucha tradición secular que las avale.
El Ayuntamiento de Zaragoza, a pesar de estar presidido por Pedro Santisteve de Zaragoza en Común e investido como alcalde de la ciudad con el apoyo de PSOE y CHA, ha montado un Belén Municipal como venía siendo tradición. Con estas decisiones, poco o nada se avanzará en laicidad. Si quienes deberían respetar la aconfesionalidad constitucional no lo hacen, y, para colmo, se doblegan a las exigencias de una Tradición religiosa que aniquila la pluralidad de la sociedad, lo tenemos crudo.
A la mayoría de las familias les gusta seguir la tradición de montar un belén en sus casas. Se lo pide su sentimiento religioso. Tal decisión pertenece a la privacidad confesional y no afecta para nada al respeto que se debe a los demás en este ámbito de las creencias plurales y diferentes, por lo que tal conducta nos merece el respeto mientras se mantenga en la esfera de la intimidad del salón de la casa.
Lo que no se debe consentir es que, en nombre de una tradición, se pisotee la pluralidad confesional que debe presidir el continente y el contenido de un establecimiento de titularidad pública, sea este un ayuntamiento o el Senado, donde se reúnen representantes de la ciudadanía, plural y divergente.
Es lamentable comprobar que la actitud de la clase política en su relación con el cumplimiento de la Constitución, que ellos consideran sagrada, sea tan artera. Los malabarismos que realizan para justificar el cumplimiento de unos artículos y rechazar otros, es, cuando menos, impropio de una ética de su responsabilidad y de su convicción, que dijera Weber.
Los políticos profesionales no están convencidos de que la aconfesionalidad del Estado sea un valor democrático. De ahí su actitud tan irresponsable como contradictoria. Pero no nos engañemos. Tropezar en la piedra del incumplimiento constitucional no es fruto de la ingenuidad, ni de la ignorancia, sino de una voluntad nada democrática.
Instalar en el pasillo del Senado un Pesebre junto con un árbol navideño, recordando el nacimiento de Jesús en el portal de Belén, es un insulto a la ciudadanía y al propio Estado. Se trata de una manifestación religiosa como otra cualquiera y, por tanto, una vulneración flagrante de la Constitución.
¿Cómo es posible que Javier Rojo, presidente del senado, entre 2004 y 2011, suprimiera el Belén, y ahora, Pío García Escudero, del PP, haya vuelto a las andadas nacionalcatólicas? ¿Cómo es posible que dos políticos de la Cámara Alta se comporten de un modo tan radicalmente distintos? ¿Acaso no es lo suficientemente claro el artículo 16.3 de la Constitución? Con su comportamiento lo único que consiguen es desorientar a la población en materia tan inflamable.
En algunas comunidades autónomas, la fiebre del belén viene siendo viral. Proliferan en cantidad de ayuntamientos, de centros sanitarios y en diversos locales de titularidad pública. Si lo hace el Senado, ¿por qué no ellos? Además, ¿qué de malo hay en montar un belén? Sus defensores consideran que dichas representaciones son anodinas, neutras, asépticas, y que nada tienen que ver con la ideología, ni con la política. Solo con su fe. En efecto. Así que hablemos claramente.
Un Belén es la representación quintaesenciada de varios dogmas católicos: una madre virgen, una anunciación con ángeles y espíritus fantasmagóricos, un Dios que nace en una cueva, reyes que nunca existieron… Es decir, un escenario donde ciencia e historia son sustituidos por una mermelada de leyendas mitológicas, ya presentes en relatos paganos. Es decir, vestigios supersticiosos que son atentados contra la más incipiente racionalidad.
Hace bien poco, la mayoría de los establecimientos públicos estaban presididos por crucifijos e imágenes de la Inmaculada y de santos de variado linaje y condición. Todo ello ha desaparecido, salvo casos excepcionales debidos a nostálgicos del nacionalcatolicismo y del padre putativo que lo sancionó. Mucha de esta parafernalia icónica formó parte por decreto de lo que se llamó tradición hasta que desapareció sin que se produjera una tragedia. Así que, ¿por qué no se actúa del mismo modo con los belenes? Es decir, ¿por qué no se expulsan del espacio institucional público?
Si una institución religiosa o una comunidad de cristianos creyentes desea montar su belén, que lo haga. Pida el permiso correspondiente a la autoridad y aténgase a las consecuencias como cualquier ciudadano. La calle es de todos. Lo que nunca debe suceder es que una institución pública, ayuntamiento, centros de salud, senado y demás instituciones monte dichos belenes motu proprio y, menos todavía, en representación de los ciudadanos. Si lo hace, perpetra dos delitos: incumple el artículo 16.3 de la Constitución y humilla a la población no confesional o a quienes profesan religiones con distinto pelaje dogmático.
Es necesario y urgente que el gobierno central y comunidades autónomas defiendan el carácter aconfesional del Estado y revisen el calendario festivo, lleno de celebraciones religiosas. No lo planteo para suprimirlas por Decreto, sino para que, al celebrarlas, las instituciones públicas eviten mancillar su naturaleza aconfesional y lesionen así los derechos de la ciudadanía plural y divergente. Si tanto interesa a los políticos cumplir la Constitución, ¿por qué no se esfuerzan en acatarla en este campo? ¿Tanto miedo tienen a la Iglesia y a la población creyente católica que con sus votos pueden montarles el belén del desafecto?
No sean ingenuos. Estos creyentes católicos ni les votan, ni les votarán jamás. Lo peor será comprobar que, como sigan así, no les han de votar ni los de su propio partido. Por incoherentes y por miedosos.