Falsa equidistancia


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Algunos analistas sostienen que tanto en un bando como en otro se intentó exterminar al disidente ideológico y que, si en la zona republicana no se mató más, fue porque ya no quedaba a quien matar. Se añade que, si no hubieran triunfado los militares africanistas, lo habrían hecho los anarquistas y los comunistas, lo que no se sabe qué habría sido peor.

Se olvida decir que fueron unos militares perjuros quienes dieron un Golpe de Estado contra un Gobierno Democrático, elegido libremente por sufragio en unas elecciones. Este es el dato esencial y quienes lo solapan con argucias retóricas trampean por omisión la realidad histórica. Estamos hablando de un Golpe de Estado ilegal y antidemocrático que al fracasar inició la mal llamada Guerra Civil, convertida por la Iglesia en Santa Cruzada y que produjo la mayor barbarie conocida en España en su historia. Este falaz discurso equidistante se plasma reiteradamente en libros y artículos, los cuales, aunque ayudan a pensar y a dudar en un principio, producen, al final, el efecto contrario al que buscan, pues aumentan más la convicción personal de lo que sostienen.

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Jordi Gracia, crítico literario, comentando una novela sobre la Guerra Civil, afirmaba que “las miserias de la historia son patrimonio universal de la humanidad, incluida la herencia abusiva e instrumental de la memoria vencida”. Decir que las miserias de la historia son patrimonio de la humanidad es como decir que lo son del lucero del alba. Pero sostener que los herederos de esas miserias inmerecidas, que tienen nombres y apellidos, son gente que está instrumentalizando de forma abusiva el asesinato de sus familiares en la guerra civil es una cruel bofetada contra quienes durante más de cuarenta años han sufrido los horrores de una postguerra tan atroz como injusta.

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En su día, Javier Pradera se opuso a que Baltasar Garzón llevase a los tribunales a los asesinos implicados en aquel régimen fascista. Consideraba que la actitud del juez solo conseguiría minar la santa reconciliación que los españoles habían conseguido gracias a la democracia, sin aclarar que era una democracia pactada a espaldas de la sociedad y firmada por los herederos de los vencedores de la guerra. Uno de estos, Gregorio Marañón y Beltrán de Lis, nieto del célebre médico, pediría un reconocimiento público para el franquismo y coadyuvar así a la reconciliación nacional. Sería como si en la Alemania actual alguien defendiera el reconocimiento moral y político de quienes impusieron el nazismo, los campos de concentración y las cámaras de gas.

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Joaquín Leguina sostuvo que, dado que “muchos fascistas eran buenas personas y muchos republicanos eran asesinos, los dos bandos fueron responsables de la barbarie”, lo que traducido por el sublime Pérez Reverte quedaba así: “todos somos hijos de puta”. Sin duda que se trata del insulto de un imbécil, pues olvida que, mientras la represión y el asesinato fueron la política de Estado de la dictadura franquista, nunca lo fue en el lado de la II República. Quien fuera primer ministro de educación del Gobierno fascista, Sainz Rodríguez, lo reconocería sin tapujos: “la política del general Franco consistió en conservar en España el clima moral de la guerra civil”. Y no hace falta describir cómo se consiguió dicho clima.

roto3Juan José López Burniol escribía en “La Vanguardia” que “ambos bandos tenían igual derecho moral y político”, y justificaba a los golpistas de 1936 con la falacia de que “eran buenas personas y creían que luchaban por España”. Estaríamos, pues, ante una nueva versión de que el fin justifica los medios. Como, no solo creían que luchaban por España, también por Dios, entonces, cualquier atrocidad estaba legalizada y legitimada. Olvidaba L. Burniol que Hitler luchaba por Alemania y la Inquisición por la pureza de la fe.

El razonamiento de este revisionismo se basa en un análisis que sostiene que excesos y tropelías, con asesinatos incluidos, se cometieron en los dos bandos y que lo mejor sería cubrir ese pasado con un (es)tupido velo. Pero por mucho que se insista, esta interpretación, además de grosera, no encaja de ningún modo en lo que pasó en España y, menos todavía, en Navarra. Aquí ningún republicano aniquiló a ningún fascista, ni se quemaron conventos con las monjas y los curas dentro.

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Aquí no hubo frente de guerra, sino un frente de aniquilamiento basado en la técnica “molista”, del aquí te cojo y aquí te mato. Los únicos verdugos que existieron pertenecieron a la Falange y al Requeté, aplaudidos y jaleados por las fuerzas políticas, económicas e institucionales de la Provincia, cuyos nombres y apellidos los conocen sus herederos mejor que nadie. Ignoramos si Mola fue instrumento de la Providencia Divina. De lo que no dudamos es que fue el medio del que se sirvió la burguesía local para convertir Navarra en un cortijo de su propiedad.

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La última interpretación de la Guerra hecha desde esta falsa equidistancia la ha ofrecido la exposición de la Universidad del Opus, titulada “Vivir en guerra, vivir la guerra: a ochenta años de 1936. Exposición Virtual sobre la Guerra civil”.

Sería largo comentar cada uno de sus apartados, a cuál de ellos más maniqueos. El visitante que contempla dicha barbarie no sabrá a quién adjudicársela. La guerra sucedió porque sí. Se pretende que el visitante deduzca que fascistas y republicanos fueron todos muy malos. Pero hay un problema. Como Navarra no puede prestarse a esta interpretación de la responsabilidad equidistante, no aparecerá en dicha exposición. Ni siquiera una alusión a los crímenes cometidos gloriosamente en nombre del Movimiento o santa Cruzada. Arteramente se pretende equiparar lo sucedido en el resto de España con el genocidio perpetrado en Navarra. Al hacerlo, la exposición se convierte en una estafa histórica y en un insulto a las víctimas. Y ningunea a los verdugos que tanto se enorgullecieron por haber limpiado a Navarra de gente tan mala.

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En el apartado dedicado a “Los Desastres de la Guerra”, solo se exponen edificios destruidos. Una guerra donde no hubo muertos. Vaya. Parece ciencia ficción. En cuanto a sus pies de foto no pueden ser más delatores de una visión angelical y aséptica, sin víctimas ni verdugos. Dice que “el Alcázar lo volaron los mineros asturianos”. En cambio, a Guernica no se sabe quién la destruyó. Y así vemos y leemos: “Guernica después del bombardeo”. Tranquilos. En 1936, decían los golpistas que José Antonio Aguirre, presidente del PNV, había traído mineros asturianos para destruirla.

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El chaquetero, tránsfuga y golpista, subdirector de Diario de Navarra, Eladio Esparza lo diría así: “La furia roja con la que pactó el separatismo ha destruido Guernica”. Así que algo se ha avanzado.

Y, si de avanzar se trata, estaría bien que para afrontar estas argucias conceptuales sin mentiras fraudulentas como esta exposición opusiana- no subvencionada con dinero del erario, espero-, el Gobierno actual podría, no solo reconocer a las víctimas. También airear los nombres y apellidos de los verdugos. Para ello, bastaría que el Parlamento Foral y Nacional adoptase la resolución emitida por el Consejo de Europa -Resolución 1736 (2006)-declarando el 18 de julio Día de Condena del Régimen de Franco y de Recuerdo a las Víctimas de la Dictadura.

Sería una denuncia contundente de esa falsa interpretación equidistante que atribuye idéntica responsabilidad de la masacre a fascistas y republicanos. Dicho dictamen aplicado a España es una grosera obscenidad y una gran mentira si se piensa en Navarra. Aquí solo hubo verdugos: requetés y falangistas.

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