Ignoro con qué periodicidad se repite la pregunta: ¿somos los navarros cultos o no? Quienes se hacen esta pregunta seguro que consideran que es la pregunta más importante que se puede hacer en estos tiempos. Pero ¿lo es? ¡Qué, diantres, lo va a ser! A la gente le importa un higo de sicomoro saber si son cultos o más listos que el maestro Ciruela que, siendo analfabeto, puso escuela. La verdad es que hay preguntas que son irrelevantes. Totalmente. Y lo son porque no nos impiden vivir y respirar. Una de ellas es inquirir si una comunidad es culta o no lo es.
Nadie vive acuciado por semejante ecuación de primer o de segundo grado. La pregunta solamente interesa a quienes se consideran cultos y, probablemente, lo sean, pero en un sentido muy normativo del término. Y porque sin dudarlo atribuyen a la cultura, la que ellos supuestamente tienen, como la causa primera y eficiente de su propia identidad.
Pero se olvida que la cultura tiene también una dimensión coercitiva y coactiva como lo pueda tener un artículo del código penal. Al fin y al cabo, el código penal también es fruto de la cultura de una sociedad. ¿O no?
La cultura no nos hace ni mejores ni peores personas. Quizás, nos haga más educados y más discretos. Ya se sabe: no gritar, no escupir, no tirar cadáveres de cigarro al suelo. En fin, cosas de andar educadamente por el mundo. La urbanidad que decía Erasmo. Pero la educación y la discreción son parte del carácter y del temperamento. Hay gente más culta que un logaritmo y se comporta de forma tan indiscreta como un gusano emergiendo en una ensalada.
Ya he sugerido que la cultura tiene un factor normativo y otro creativo. No es, pues, oro todo lo que reluce en el orégano del cultivo de la duramadre y de otras partes viscerales del ser humano. La cultura crea normas, principios, leyes que regulan nuestro comportamiento en una dirección que conviene por lo general a quienes ordenan y regulan la circulación de las personas por el sendero de la vida. Y la cultura creativa es, mayormente, la que hace el ser humano de forma individual. Al fin y al cabo, la mayoría, por no decir todas, las creaciones tienen origen en un sujeto que, no se sabe muy bien por qué moviliza a ciertos grupos o sociedades.
Que una sociedad sea libre y democrática no significa que sea culta y más creativa que Picasso en su época azul o marrón. Que una sociedad viva bajo una dictadura política no significa que no haya cultura en su seno. Para escribir buenas novelas no se necesita ningún régimen político. Para pintar un excelente cuadro no se necesita una democracia a prueba de un Pavía. Para emborronar una excelente partitura musical no hace falta ser socialista o abertzale. Lo que se necesitan son buenos escritores, buenos pintores y buenos músicos.
Para tener cultura no hace falta, tampoco, tener un Estado o unos Fueros, más o menos devaluados por el mal uso de quienes los han ordeñado desde siempre.
Vivir obsesionados por la aspiración secular a tener una cultura propia, colectiva quiero decir, es una falsa idea motriz. El proceso es el inverso. No se va de la totalidad a los individuos, sino de éstos a aquella. Es decir, convendría cuestionar la idea de que algo o alguien pertenecen a una cultura, para, a continuación preguntarse cómo los individuos, en un proceso de muchos rodeos, marcados por múltiples variables, va construyendo de manera constante la cultura, y, sobre todo, su cultura.
De lo que se trata de dilucidar es un concepto de cultura entendido como fenómeno individual inmerso en un proceso de socialización. Y no al revés.
Estamos sumergidos en un planteamiento de cultura de carácter totalitario y homogéneo, dimensión más o menos enfermiza que afecta tanto a las izquierdas como a las derechas. Ni las derechas ni las izquierdas tienen en propiedad exclusiva y excluyente el concepto y desarrollo de cultura. Y tan culto puede ser uno que vota a UPN como otro que vota a Batzarre. Tener cultura, aunque sea infinita, no te impide ser un nazi. Es más, quienes construyeron los campos de concentración eran consumados cultivadores de la poesía, de la música y de la pintura.
De lo que se trata es de reconocer que nos encontramos en un proceso constante, que, además, parte de los individuos y de sus diversas relaciones con todo tipo de realidades. Es cuestión de no juzgar a las personas en función de una supuesta pertenencia a una “unidad cultural”, a una “unidad lingüística” o a una “unidad política”. Sólo un análisis concreto de los posibles puntos comunes nos salvará de las generalizaciones y de las sinécdoques, que bien pueden adjetivarse de fascistas.
No se trata de hablar de “culturas de origen” o de “culturas receptoras”, sino de textos, sujetos, grupos concretos que muestran una serie de divergencias/convergencias y, siempre siempre, de casos particulares y, en ocasiones, comunes.
A mi me importa muy poco si Navarra o Pamplona son cultas como los ángeles custodios que vigilaban el tintero de Baudelaire. Porque no sé qué significa eso. No dispongo de ninguna vara de medir la cultura ni de Navarra ni de Pamplona, ni de Artica, que conste.
Cuando se dice que la cultura es producto de cada pueblo y, por tanto, lo que lo diferencia “claramente” de los demás, y de ahí que un pueblo se defina por su cultura, estamos ante una sinécdoque política. Porque ni siquiera a efectos especulativos cabe plantear seriamente la existencia de un grupo humano de cierto tamaño que presente características y voluntades tan delimitadas, comunes y uniformes. Ni aquí, ni en ningún lugar.
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