La mayoría de los alcaldes que asisten a actos religiosos dicen que lo hacen, no porque sean creyentes en primera instancia, sino por fidelidad a una tradición local, regional o nacional. Si no lo hicieran, sus paisanos los catalogarían como bichos raros. Lo curioso es que algunos de estos alcaldes que asisten a estas procesiones no se les conocía semejante afición cuando eran, sin más, ciudadanos de a pie, sin cargo político público. Ahora con el cargo al hombro parece que se les ha despertado su genotipo tradicionalista.
Desgraciadamente, el fenómeno se extiende como una plaga en la hornada política. Y da lo mismo que los alcaldes sean de derecha que de izquierda. A muchos de ellos se les llena la glotis con la palabra tradición. Les va su marcha, valga la paradoja. Lo más curioso es que, si por lógica, los calificamos como tradicionalistas, replicarán que no nos pasemos, que una cosa es amar la tradición de su pueblo y otra ser tradicionalista y de las Jons. Y, por esta vez y sin que sirva de precedente, habrá que darles la razón, aunque en la práctica concreta actúen en estos asuntos como si lo fueran.
Tanta unanimidad conmueve. ¡Ni que la clase política hubiera hecho una convención para ponerse de acuerdo y decir lo mismo! Eso sí, más allá de este simple acto de habla no encontraremos más aportación que la apelación justificativa del clásico “es la tradición, ¿no?”. Ni siquiera reparan en el obsceno hecho de pensar lo mismo que sus oponentes cuando eso lo tienen prohibido por los estatutos del partido. Extraña actitud, pues los políticos como mejor se definen es afirmando lo contrario que sus adversarios. No es normal que cierta izquierda y la derecha defiendan la tradición y se rebelen al unísono creyente contra quienes pretenden, dicen, quitarles el santo y su procesión.
Como mínimo diría que se trata de una unanimidad acrítica. Apelar a la tradición parece un argumento honorable, toda vez que con ello se celebra la memoria de nuestros antepasados, pero si no se va más allá de esta emocional razón… significa que no se ha superado el umbral del impresionismo.
Las tradiciones no son inocentes, ni neutras. Son formas culturales que reflejan el comportamiento colectivo de una sociedad tanto si son del pasado como del presente. Y la cultura tiene siempre un aspecto creativo, pero, también, regulativo, normativo y prescriptivo. No todo en ella es longaniza. Recordemos las veces que se ha relacionado cultura con la palabra barbarie. En efecto. No todas las tradiciones han sido positivas para el desarrollo de las colectividades y, mucho menos, para la emancipación del individuo. La fuerza coercitiva de los poderes locales, civil y eclesiástico, jamás ha permitido el libre desarrollo y autónomo del sujeto. Si algo perturbador tiene la tradición del pasado –sobre todo religiosa- es su obsesión por arrasar al disidente, al llamado hereje, sambenito que bastaba para llevar a uno a la hoguera.
Que no todas las tradiciones han sido oro molido lo revelaría el hecho incuestionable de que muchas desaparecieron, porque en ellas el respeto a la diferencia y a dignidad humana dejaban mucho que desear Ha habido tradiciones y costumbres que han sido un insulto a la racionalidad más elemental. Hacerlas desaparecer ha costado miles de años y, desgraciadamente, millones de muertos. Y se trataba de unas tradiciones consideradas la mar de honorables. No en vano su calidad venía garantizaba por la autoridad del crucifijo y, por si este fallaba, aparecía el argumento incontestable de la espada y del potro de tortura. Digámoslo ahora que podemos: en este país, rara será la tradición cuyo origen y desarrollo no haya dependido del férreo nihil obstat de la autoridad eclesiástica. Muchas tradiciones que actualmente se festejan tienen una genealogía poco compatible con el pluralismo y la libertad.
La gente que asiste a una procesión piensa que no hace mal a nadie, pues se limita a manifestar públicamente su fe en la virgen del Pilar y en san Fermín. Esa misma reflexión debería acompañarles cuando en la vía pública se manifiesta otra gente defendiendo ideas y planteamientos nada acordes con los planes inexistentes de Dios, ordenados e inventados por la obispada de turno.
Pero el acto de asistir a una procesión, sea laica o religiosa, no es inocuo. Lo saben hasta quienes se las dan de ingenuos. Menos inocente lo será si tal acto lo protagoniza un cargo público. La ideología que contiene una procesión, una romería, una ofrenda, un rosario y viacrucis públicos, es teología de catecismo concentrada. Teología del fetiche y de una imaginería casi siempre medieval o de la época de Chindasvinto. No es de extrañar. La parafernalia ritual eclesiástica huele a incienso viejo y revenido.
Se dice que estas manifestaciones religiosas se asientan en la tradición. Especifiquemos: en una determinada tradición. No otra. Una tradición que rezuma religión por todos los lados. No en vano, la religión ha sido el elemento fundamental utilizado para cohesionar, eufemismo de someter, a la propia sociedad. No existía acto de cierta transcendencia, aunque fuera de naturaleza civil, que no estuviera presidido por una imagen religiosa, una cruz y la presencia del hisopo. Todo debía pasar por la mirada omnipresente del ojo eclesiástico.
La tradición que postulan estos alcaldes es una tradición que ha sido un oprobio, una negación absoluta de la libertad de conciencia, de la libertad de pensamiento y de la misma liberta religiosa. Pues la base de su fe era totalitaria. Esta tradición, humus nutricio de las que actualmente existen y son reclamadas por acríticos alcaldes, hunde sus raíces en el más grasiento oscurantismo de la tradición católica. Una tradición que se consideraba representante exclusivo y excluyente de la marca Dios. La tradición religiosa que defienden estos alcaldes se remonta a una tradición en la que no había más espectáculo público que la adoración a un Dios secuestrado por la Jerarquía Eclesiástica. De hecho, su funcionamiento y su finalidad avasalladora confesional siguen como en la época del nacionalcatolicismo.
Pero ya ven, aun tratándose de una tradición indigesta, defiendo que procesiones, romerías, ofrendas y rosarios se manifiesten en la vía pública. Pues entiendo que las personas tienen derecho a proclamar públicamente sus creencias, sus obsesiones y sus fetiches particulares (incluidos la zoofilia y el canibalismo). Y con igual rotundidad sostengo que dichas manifestaciones y procesiones -la zoofilia y canibalismo, no; las de carácter religioso-, deberán convocarlas y organizarlas únicamente las iglesias locales, sometiéndose su petición al permiso del poder civil.
Los ayuntamientos deberán mantenerse alejados de su contacto y no permitirán que dicha materia forme parte de sus programas de fiestas. Ni misas, ni procesiones. Nada que recuerde a esa tradición religiosa que hemos descrito debe formar parte de su nomenclátor y protocolaria actuación.
Si los alcaldes quieren contribuir a la permanencia de una tradición, que hace tiempo debería haber desaparecido, háganlo en nombre propio, a título individual. Nunca como alcaldes y en nombre de los demás. Jamás con la pretensión ridícula de representar a todas la sociedad. Si hay un ámbito en el que no la representan ese es, precisamente, el ámbito plural de las creencias confesionales de la sociedad. La parte nunca representa el todo.