El artículo de la constitución 16. 3. es taxativo: “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. O lo que es lo mismo: el Estado no es confesional. Quizás, si lo repetimos una y otra vez consigamos que la sociedad se vaya acostumbrando a dicho concepto y vislumbre el alcance práctico de su aplicación en las instituciones públicas, que, como se sabe, son prolongaciones naturales de ese Estado y, por tanto, aconfesionales.
La verdad es que ni el propio Estado, ni esas instituciones públicas, ni quienes las representan, han sido sujetos modélicos en el cumplimiento constitucional de dicho artículo. Al contrario, nadie como el Estado –al alimón con la propia corona española-, y su entramado institucional se han revelado tan anticonstitucionales. Ni que lo hicieran a posta. Porque si lo hacen por ignorancia o por inconsciencia sería para darles por el zacuto.
Ese artículo lleva desde que se aprobó la Constitución, 31 de octubre 1978, delatando la fea compostura de los políticos que, para más inri, prometen o juran su cumplimiento. Ni ese Todopoderoso, al que invocan en su juramento, les impondrá castigo por su delito de omisión. Tampoco lo hará ningún juez contra quienes lo prometen delante del texto constitucional. A la hora de incumplir da lo mismo laicismo que providencialismo. Sus incumplidores son igual de desgarramantas.
De hecho, si este juez se decidiera aplicar penas por dicho incumplimiento o ruptura entre promesa y acto, no daría abasto. Pues, si algo constatamos, es el espectáculo nada ejemplar de cómo estas figuras conculcan este principio de la constitución, lo que resulta algo inconcebible porque todos juran o prometen cumplir con su ordenamiento. Cabría preguntarse qué pasa por la mente de estos cabeciduros para que se coloquen fuera, no diremos de la ley, pero sí de la constitución. ¿Ignorancia? ¿Miedo? ¿Cómo pueden tenerlo si se limitarían a cumplir con lo legislado?
La mayoría de ellos apelan a la tradición y a las costumbres locales –claramente de naturaleza conservadora cuando no reaccionaria-, para justificar su participación en procesiones, misas y rosarios de toda índole. Dicen que así se viene haciendo desde tiempos inmemoriales y ellos no van a romper el cordón umbilical que los une a sus antepasados. Si lo hicieran, la gente los miraría como bichos raros y en las próximas elecciones no los votaría ni san Pedro.
Es cierto. Tradición y constitución se dan de bruces. Podríamos preguntarnos si estas costumbres y tradiciones están por encima del articulado de la constitución o esta, cuando se trata de reverenciar al santo local, debe doblar el espinazo, rebajar sus humos y hacer como si aquel no existiera.
Es evidente que el Parlamento ha hecho dejación en muchos aspectos con el cumplimiento de la llamada carta magna. Uno de ellos es, precisamente, el del artículo 16. 3. Y tendrían que ser los legisladores, elegidos democráticamente, quienes en coherencia con ese punto deberían elaborar unos decretos de su desarrollo no confesional del Estado en las instituciones públicas, incluidos los cuarteles de la Guardia Civil y del Ejército.
Sigue siendo inconcebible que las universidades públicas, los hospitales, ayuntamientos, Ejército, Guardia Civil y cementerios, sigan ostentando su carácter confesional –católico, obviamente; o, mejor dicho, nacionalcatólico-, mediante la presencia de capillas, confesores, crucifijos, curas castrenses y cruces, respectivamente.
La situación es más sangrante cuando quienes deberían ser los más escrupulosos defensores del orden constitucional no lo son, sino todo lo contrario. Las formas de no hacerlo son muy diversas y variadas.
El alcalde actual de Iruña ha introducido una nueva forma de incumplimiento de dicha no confesionalidad, deslizándose por la pendiente peligrosa de la esquizofrenia, consistente en decir “sí a la procesión y no a la misa. Un dualismo difícil de compaginar. La procesión y la misa participan de la misma esencia religiosa y confesional, por tanto incompatibles con el carácter no confesional que debe adornar el decoro de un alcalde. Lo que hizo el alcalde fue dar un paso adelante y otro hacia atrás. Es decir, enredar más si cabe el oscurantismo que preside este tipo de decisiones que siguen estando al albur de la individualidad y personalidad de cada cual.
Un conflicto que no debería ocurrir jamás si la normativa o el protocolo –basado en el desarrollo del carácter no confesional de las instituciones públicas-, estuviese ya asimilado por parte de la clase política como algo natural y derivado de los tiempos en que vivimos.
La procesión en honor de un santo no es una costumbre. Una costumbre es un plato de ajoarriero que lo guisas cuando te apetece, te lo comes con quién te da la gana y dónde quieras. La procesión, como la misa, pertenecen al ámbito de la tradición, que es rígida, normativa, ritual, canónica, no en vano procede, en este caso, de la tradición religiosa de hace unas cuantas décadas. Como dice Wagensberg: “Una costumbre es un producto fresco, una tradición una conserva cuyos aditivos son los ritos y las ceremonias”. Y ya se sabe que las conservas tienen una fecha de caducidad.
No es cuestión de que la misa y la procesión se supriman. Hay que suprimirlo del programa oficial del ayuntamiento. No es una competencia que sea de su carácter. Quizás, lo fuera en la Edad Media y en el nacionalcatolicismo que no respetaba la libertad de nada ni de nadie. Hoy, no lo es.
La misa y la procesión son actividades de carácter religioso, donde se manifiesta la fe de una ciudadanía hacia un santo, convertido en fetiche religioso por mucho que nos cueste aceptarlo. Su organización, convocatoria y recorrido pertenecen a la Iglesia local, la cual pedirá el permiso correspondiente a la autoridad laica para que pueda invadir la calle con su espectáculo.
Ningún concejal debería asistir a ningún acto religioso en nombre de la corporación, porque eso es usurpar la representación de toda la ciudadanía que es plural y diversa. Es muy triste constatar que este principio normativo de no confesionalidad o de laicidad de las instituciones siga sin comprenderse y sin activarse, porque es un dispositivo fundamental para el desarrollo de la convivencia y del respeto que se debe a la ciudadanía. Sin este respeto es muy difícil que las distintas percepciones y sensibilidades del fenómeno religioso convivan sin alteraciones y sin violencias varias.
A estas bajuras de la vida, estaría bien perfilar modos y maneras de situar lo religioso en el marco que le corresponde, algo un tanto difícil si por medio se mueve la iglesia católica que sigue considerándose la auténtica y verdadera delegada de los designios del todopoderoso. Todavía no ha aceptado que la Constitución y el Código civil son los instrumentos normativos de la ciudadanía, es decir, de todos, y no el Catecismo y la religión por la que se rige la conducta de algunos cristianos, no todos, desde luego.
Sin olvidar que ser creyente no es incompatible con la defensa de la laicidad del Estado.