Si los toros sufren o no sufren cuando son sometidos a pinchazos y estocadas de acero debidas a un torero, que se pone delante de ellos desafiándolos hasta darles la muerte o recibirla, es materia filosófica de secano que cada cierto tiempo discuten apasionadamente sesudos sujetos.
Es cierto. El consumo de papel impreso en esta discusión es, en ciertas épocas, muy superior al tiempo y espacio dedicados a reflexionar por qué los hombres se siguen matando entre sí a escala mundial. Causa mayor asombro e interés teórico aclarar si el toro de la plaza sufre o no sufre al recibir las artísticas agresiones del torero y su cuadrilla que aclarar, por ejemplo, por qué siguen los hombres, no solo matándose entre sí, sino por qué lo hacen los parias de la tierra en lugar de que lo hagan los ricos, que son los únicos que sacan tajada de dicha barbarie.
Pero que no cunda el pánico. Tomémonos el dato como rasgo positivo de cierta sensibilidad que no todos tenemos la gracia de poseer. Al menos, a esta gente le preocupa el dolor de los animales. No se sabe si esta inclinación se debe a que son incapaces de sentir lástima por las personas que sufren, pero deberíamos quedarnos con el dato importante: es gente que se interesa por el dolor de los toros de lidia aunque sea para negarlo. Al menos, tienen la delicadeza de prestar atención al asunto. Y convengamos en que no todos los seres humanos lo hacen.
Es verdad que las discusiones sobre este dolor del animal tendrían que haberse superado desde hace mucho tiempo, toda vez que existe un grupo numerosísimo de seres humanos que saben de buena fuente que los toros no sufren lo más mínimo cuando reciben las caricias de unas afiladas banderillas, los pinchazos del picador o la penetrante hoja de una espada produciéndole una muerte, a veces, agónica y espasmódica. Tal vez, estas gentes fueron en una vida anterior toros de lidia y hablan, por tanto, con absoluta propiedad analógica.
Podemos, por supuesto, dudar de si la verdad está de parte de esta gente iluminada, pero, por si acaso, ellos se cobijan en un silogismo que parece bastante honorable y concluyente: “Si los toros sufrieran de verdad, ¿creen que íbamos a ser tan bestias? ¿Cómo un ser racional y culto va a infligir dolor a un animal indefenso? ¡Eso solo lo hacen personas que han perdido cualquier asomo de racionalidad!”.
Tienen razón. Todos sabemos que el hombre puede llegar a cultivar cuotas de un sadismo refinado a gran escala, pero eso lo hará con semejantes de su especie, nunca con animales, indefensos o no. Un respeto, por favor.
Así que tranquilicémonos. Cuando el hombre los utiliza para su disfrute, no les inflige ningún dolor. Que no nos quepa la menor duda, dicen estos grandes conocedores de la sensibilidad animal: “Si los toros hablasen, seguro que se mostrarían agradecidos por recibir semejante trato. Piensen que, al ser inmolados en la plaza, es cuando alcanzan la plenitud de su realización como animales”.
Así que estamos de suerte, amigos pusilánimes y sensibles.
Hay un sector privilegiado en nuestra especie que sabe que los animales no sufren. Este excelso grupo de humanos, no solo sabe que los toros son insensibles al dolor, sino que disfrutan de lo lindo en la plaza y están deseando que lleguen estos días de corridas y jaranas, porque saben que se lo van a pasar bomba. Es, qué duda cabe, la culminación de su destino, digno de una tragedia contada por Esquilo.
Estos cráneos privilegiados, no solo saben que el toro es insensible al dolor, sino que tienen la certeza de que marear un animal con un trapo rojo es una obra de arte casi a la altura de una sinfonía de Mozart o de un puchero chino de esa época o dinastía que siempre se cita. Incluso dicen, y es verdad, que es un fenómeno cultural que ha producido obras artísticas en todos los campos de la creación humana. Cierto: la muerte y el dolor han sido siempre una gran inspiración artística. Lo mismo que fuente de conocimientos aunque sean conocimientos manchados de sangre. Pero esto es harina de otro costal.
Esta gente que posee esta información superior sobre los toros y su relación con el dolor es gente muy especial. Y como tal habría que tratarla.
Sería muy higiénico que la ciencia siguiera su rastro no permitiendo que su destino se disuelva inútilmente en el anonimato. Cuando estiren la pata como sus amigos los toros, el cirujano y el científico deberían abrirles en canal su cerebro. Seguro que encuentran en sus meninges la razón de su sabiduría y que el resto de los humanos nunca podremos desarrollar en nuestra almendra cerebral. Probablemente, su hipófisis, controladora del dolor, es en todo semejante a la de los toros. Lo cual aclararía muchas cosas.
Es muy posible que con la actuación de la ciencia el enigma histórico, acerca de si el toro sufre cuando lo chinchan hasta matarlo, se esclarezca. Perderemos un apasionante tema de debate, pero no hay que preocuparse. Seguro que a la vuelta de la esquina encontramos otro asunto que requiera nuestra obsesiva atención, mucho más que pensar en cómo acabar con el dolor y sufrimiento del ser humano.