Corren malos tiempos, no solo para la lírica; también, para el humor en cualquiera de sus vertientes más recias, la ironía, el sarcasmo y la parodia. Lo que me lleva a considerar que una democracia que pone límites a libertad de expresión y bozales al mismo humor es poco atractiva. No debería ni llamarse democracia. Al fin y al cabo, si en una democracia no se puede decir lo que se quiera y como uno quiera, ¿en qué sistema de gobierno político lo podremos hacer?
Es terrible constatar que la defenestración intelectual y humana del autor de la creación humorística del más famoso cenicero español ha derivado, finalmente, en lo que querían los dogos del poder y aspirantes: en la necesidad de establecer límites a la libertad de expresión. Siguen sin entender que el hecho de tolerar un discurso hiriente no significa que lo admitamos. Callar no es otorgar.
Cuando se trata precisamente de un discurso o de un chiste hiriente, solo la víctima que se siente perjudicada o herida es la única habilitada para solicitar la intervención de la justicia. Pero aquí al parecer hay mucha gente, incluido el ministro de interior, que ejerce de víctima en cuanto pueden sacar tajada del evento. No solo eso. Se creen representantes delegados de las víctimas. Gentes que proceden de mentores ideológicos, que apoyaron el nazismo en una primera fase y el fascismo-franquismo en la segunda, se rasgan el traje de su hipocresía aparentando un humanismo que jamás han cultivado.
Así que habrá que volver a tocar de nuevo la partitura, amigo Sam, y proclamar que la libertad de expresión no tiene límites y que el humor, sea cual sea su carta de presentación, tampoco. Todo se puede decir, caiga quien caiga. Y, naturalmente que sí, quien lo diga deberá atenerse a sus consecuencias, caso de que la víctima, no sus representantes por muy cualificados que se consideren a sí mismos, lo considere oportuno y necesario.
Estaría por ver cuál es el alcance pragmático e incitador a la barbarie de un chiste, cuya finalidad primera y última es reírse del vecino y de uno mismo si se es capaz. ¿No podemos reírnos del mal ajeno? Lo hemos hecho toda la vida y lo hacemos a todas horas y en todo momento.
En política, la derecha se ríe de la izquierda en cuanto Sánchez o Iglesias opositan para mostrar quién es más torpe, y la izquierda se carcajea de la derecha en cuanto Floriano intenta construir una oración formada por un sujeto, verbo y predicado nominal.
Si fuese la cencia, el pudor, el honor, la piedad, la discreción y la sensibilidad quienes establecieran esos límites de lo que decimos, hablamos y escribimos, hasta se podrían aceptar tales barreras. Pero no es así. Es el sistema político represor y autoritario quien lo establece, el cual ve en la chanza y en el descojono palabrático, también plástico, uno de sus más peligrosos enemigos.
¿Cuándo ha soportado el poder, laico y religioso, la pujanza crítica y sarcástica del chiste y del humor? Rara vez. ¿Ustedes creen que muchos, no todos, de los que se han escandalizado por el chiste del cenicero les ha importado alguna vez el holocausto nazi y el asesinato de tantas personas, fueran judíos, gitanos, homosexuales y disminuidos físicos? ¿O que se hayan interesado alguna vez por los crímenes del franquismo?
Me gustaría encontrar en cualquiera de sus biografías solo una línea, una frase, una palabra, de condena a ese ritual criminal que llevó a tantos hombres y mujeres, ancianos y niños a formar parte de una pavesa o de la zanja de una cuneta.
España ha sido un país antisemita a lo largo de su historia. Pocos escritores e intelectuales del pasado se libran de semejante etiqueta. España cuenta entre sus gloriosos antecedentes con uno de los más conspicuos antisemitas de todos los tiempos y cuyo retrato podría servir para describir cantidad de actitudes actuales. Me refiero a Francisco de Quevedo, autor de La isla de los Monopantos, relato antisemita que incluyó en La hora de todos y la fortuna con seso, sátira contra Olivares, y publicada en 1650. En esa obrita aparece la famosa teoría de la conspiración del lobby judío para dominar el mundo y, con seguridad, conocida por quienes escribieron más tarde el más famoso libelo antisemita Los protocolos de los sabios de Sión. Un libelo, al que otro insigne antisemita, Pío Baroja, otorgaba su credibilidad, evidencia que no hacía extensible a los campos nazis a pesar de saber de su probada existencia.
La falta de ética de quienes han flagelado al concejal de cultura es de manual. Y, por tanto, estrategia de inquisidor y de censor.
Ningún floriano ambulante se habría escandalizado si Zapata hubiese sido un cero a la izquierda. Lo que dicen los demás importa en la medida en que se puede destruir el poder que tienen o representan, sea este poder propio o delegado. El chiste de Zapata se ha utilizado, no solo para destruir su integridad humana, moral y política, sino, sobre todo, para horadar los postulados democráticos que defiende Carmena. Díganme, pues, si esta artera utilización de lo que dicen otros para destruir a un segundo, ¿no es tan indecente como reírse de quienes heredaron la infinita tristeza de haber perdido a sus padres asesinados impunemente en una guerra o en un campo de concentración? No digo que sea más o menos grave, sino indecente.
Finalmente, está el contexto, esa palabra comodín a la que algunos se aferran para justificar sus meteduras de pata mental. Unas veces, se apela al contexto-extraverbal en el que se pronuncian ciertas palabras y, en otras, al contexto lingüístico de la frase donde aparece lo que se dice.
En el discurso de los políticos, rara será la vez que el contexto, sea extraverbal o lingüístico, salga en ayuda de la burrada perpetrada por el bocazas de turno. Y ya no digo cuando el contexto es un mitin, donde tan fácil es decir sandeces para congraciarse, no solo con un público ávido de insultos contra el enemigo, sino con los propios dirigentes del partido de quien depende su posición en él.
En cualquier caso, toda persona puede decir lo que quiera en los contextos que desee, sabiendo que lo que diga será siempre observado con lupa de aumento por aquellos que desean amargarle el día. Y, si estos tienen el poder de su parte o aspiran a él, convénzanse de que ese día le llegará, más tarde o más temprano. Pero estaría bien que dejáramos los contextos en paz. Casi siempre son contextículos.