Es verdad. La democracia salida de las elecciones en 1977 no tiene punto de comparación con la dictadura franquista. Nunca se ha vivido tan bien en España como en la II República y en esta democracia, pero… Como diría Flaubert “la democracia no es la última palabra de la humanidad, de la misma manera que tampoco lo fueron la esclavitud, el feudalismo o la monarquía”.
Y el problema comienza, precisamente ahí, en creernos de un modo ingenuo y bobalicón, o de forma inteligente, como usted prefiera, que la democracia es el no va más, el non plus ultra en la manera de organizarnos política y socialmente los seres humanos.
Y traigo a colación dicha sentencia flaubertiana, porque el espectáculo que ofrece el post-coitum electoral resulta ser de lo más inquietante. Y con esta palabra no me refiero únicamente al chalaneo promiscuo en que se enredan los partenaires políticos respectivos para conseguir llevar a su abrevadero particular el voto de quien, paradójicamente, está en las antípodas de su propia ideología. El proxenetismo político está de moda y la provocación de Ciudadanos resulta tan infantil como cínica. Vinieron a cambiar el estado de cosas y se dedican a garantizar que el PP, causa fundamental de ese estado de cosas padecido, pueda seguir jodiéndonos del mismo modo.
No solo Ciudadanos, claro. La mayoría de los partidos sin excepción se enfangan sin escrúpulo alguno en el cieno de la inmoralidad, del cinismo y de la más absoluta de las incongruencias. La utilización que hacen de las palabras es tan ofensiva que es una lástima que no se vuelvan mudos, sobre todo cuando hablan de que “el pueblo ha decidido”, “la mayoría ha dicho” y “España ha hablado…”.
Estos tipos deben de poseer un sistema auricular finísimo, porque ignoro cómo hacen para oír que el pueblo ha hablado cuando no ha dicho nada. Y no lo ha dicho, porque nada puede decir aquel que no existe. Si Aquel dijo que era el que era, el pueblo puede decir soy el que no soy, porque, tanto en teoría como en la práctica, es un ente, una entelequia, un vacío que cada cual llena con sus propias obsesiones, miserias y grandezas.
El concepto pueblo no tiene configuración empírica existencial.
Por esta razón esencial, que es la otra cara inquietante de la moneda, la democracia tampoco es un sistema de gobierno del pueblo y para el pueblo, y ni siquiera lo es, dicho en plan cínico, contra el pueblo o sin el pueblo, como encarna el despotismo ilustrado. Y no lo es, porque no existe. El concepto de pueblo es una falacia. No sirve más que para hacer demagogia y populismo, ambas verrugas pertenecientes a la cara dura de cualquier partido político que se precie.
A lo que voy. Si el pueblo no existe, los partidos políticos no pueden, por mucho que lo pretendan, representar las necesidades e intereses de una entidad que solo existe como concepto, pero no como una realidad tangible e inmediata. Pretender que el concepto de pueblo sea la representación inmaculada y directa de cada una de las voluntades de los ciudadanos es otra mentira más. Las voluntades de los ciudadanos no son homogéneas, ni uniformes. Nadie es capaz de satisfacerlas urbi et orbi. Así que escudándose en las mayorías se machaca a las minorías que es una delicia turca.
La democracia no es un sistema de gobierno representativo de la ciudadanía, porque los partidos no representan a nadie, excepto a sí mismos y esto con el visto bueno de los bancos. La democracia, y el sistema electoral en el que se basa aquella para pasar como una forma respetable y respetuosa de mirar por los intereses del ciudadano, se reduce a un conjunto de mecanismos coyunturales oportunos y oportunistas que sirven para administrar arteramente unos presupuestos generales, y de paso ejercitarse en el control, a veces represivo y dictatorial de ciertos comportamientos populares a los que, paradójicamente, dicen representar. El más llamativo sería la inclinación sádico-masoquista de esta supuesta democracia a invertir en policía para que este crucifique la badana popular cuando sale a la calle a protestar contra las corrupciones y los desahucios.
No es mi intención ridiculizar o menospreciar la democracia como hiciera en su tiempo Mann en su libro Consideraciones de un apolítico, donde aseguraba que la democracia igualaba las diversidades, reducía sociológica y psicológicamente la ciudadanía, reemplazaba la verdad por la opinión, el diálogo por debates inútiles y la firma de manifiestos, la cultura por el imperialismo de la civilización, y así sucesivamente. Esto se lo dejo a Vargas Llosa y al neoliberalismo andante y rampante.
En realidad, los cargos contra la democracia son peores. Icho de modo directo: La democracia no existe y no es representación genuina del pueblo. Y no lo es porque el pueblo no existe como unidad democrática, sino más bien como un conjunto atomizado de individuos que no tienen ni han tenido la posibilidad de funcionar como tal unidad. Es un conglomerado de voluntades tan dispares, tan llenos de necesidades e intereses contradictorios y enfrentados entre sí, que no son capaces de aceptar las evidencias más contundentes.
La actual llamada democracia no está al servicio de todos, porque no puede estarlo. No lo puede estar, porque hace ya muchísimo tiempo que la palabra no significa lo que transportan sus significantes: el poder del pueblo. ¿Dónde está presente el poder del pueblo? En ninguno de los llamados tradicionalmente poderes ejecutivo, legislativo y judicial
Tan solo vota. Y de este gesto quieren deducir la sustancia absoluta de una democracia cuando no lo es. Y, menos lo es, cuando los políticos hacen de estos votos lo que les interesa, una larga mano de los intereses económicos dominantes, los cuales representan ideológicamente lo más granado del revisionismo, del conservadurismo y, para decirlo, abiertamente, de un sistema capitalista que cada día que pasa agranda más las diferencias entre pobres y ricos…
Decía Herodoto en su libro Historias que “los persas tienen la costumbre de discutir sus asuntos más importantes en estado de embriaguez, y al día siguiente se hacen repetir en ayunas lo que les ha parecido bien de la discusión: si lo siguen encontrando bien también en ayunas, lo aceptan; si no, renuncian a ello. Y a modo de compensación discuten de nuevo cuando están embriagados las cosas que ya han discutido en ayunas”.
Miedo da imaginar los modos y maneras que ciertos políticos actuales practican a la hora de decidir las cosas importantes que afectan a los demás.