La ciudadanía española ha estado humillada por gobiernos militares a lo largo de la historia. Entiéndase, por militares ineptos y dictadores. No es de extrañar que el territorio español tardara tanto tiempo en vertebrarse como Estado si es que ha conseguido alguna vez articular bien su columna y sus lumbares, siguiendo la terminología orteguiana. Y no es de extrañar que algunas provincias periféricas desearan con ardor guerrero independizarse de su bota sangrante. Antes, ahora y siempre.
El militar ha encarnado, y muy probablemente lo siga haciendo, la más inútil y costosa de las funciones públicas. Es difícil sustraerse a la ominosa sensación de ver como una obscenidad sangrante los presupuestos invertidos en defensa.
Puestos a señalar el origen de esta catástrofe estructural y sin necesidad de irnos a los tiempos de los visigodos, recordemos el llamado desastre de 1898. Ahí puede encontrarse una serie de factores determinantes, entre los que no faltará la presencia de caciques metidos a políticos que ni quisieron ni supieron gestionar los intereses del país porque sólo buscaban los propios; la de ciertos clérigos que hicieron tan impopular la dominación española, por ejemplo en Filipinas, y que exteriorizaron muy bien los valencianos de entonces rechazando el nombramiento del dominico Nozaleda como arzobispo de la ciudad; pero, por encima de todos ellos, nos topamos con los militares que llevaron a la derrota y a la muerte a miles de soldados españoles. Convendría no olvidar que sería un chiste gráfico sobre el recuerdo del 98 el pretexto para el asalto de la redacción barcelonesa del “Cu-Cut” por parte de unos oficiales de la guarnición y, por tanto, la causa eficiente de la proclamación de la nefasta Ley de Jurisdicciones, que hacía del Ejército un coto privado, es decir, un estado dentro del propio Estado.
Un efecto colateral de esta ley sería la Ley de Difamación que también se discutirá en el Senado. Entre los artículos que se pretendía insertar en dicha ley figuraba la de conceder al Gobierno de S. M. facultades para que los delitos contra la patria y el Ejército fueran sometidos a la jurisdicción de guerra en aquellas provincias en la que la propaganda separatista lo hiciera necesario.
Sobre este asunto conviene recordar que, tras la dimisión de Montero Ríos, debido a su intención de sancionar a los militares implicados en los hechos del diario ¡Cu-Cut!, Moret ocupó la presidencia de Gobierno (1905-1906). Durante su mandato, apoyó a los militares e hizo aprobar la Ley de Jurisdicciones, que puso las ofensas al ejército, los símbolos y unidad de España bajo jurisdicción militar.
Parecerá mentira, pero no lo es. El artículo 8 de la constitución actual parece una prolongación siamesa de aquel articulado principio secular, pues no en vano sostiene que “las fuerzas armadas (…) tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”. Apañados estamos. Que en una democracia constitucional siga siendo el ejército quien sostenga la sartén democrática por el mango revela hasta qué grado el inconsciente colectivo histórico sigue horadando la inteligencia de quienes mandan.
Los militares, cuando han gobernado, entendieron el Estado como un cuartel. Entre militares y borbones la historia de España ha sido una calamidad. Patética. ¿Cómo iba a haber cultura y desarrollo social si quienes mandaban lo hacían gracias al jugo de su inteligencia militar? ¿Alguien ha visto alguna vez que un oxímoron de tal calibre produjera algo bueno a su alrededor? Cualquier general lo sabe mejor que nadie. Por eso, los desiertos que originan por donde pasan los llaman paz.
Es verdad que parte de esta culpa histórica enquistada la tienen los políticos. La casta política de la Restauración, a partir de la guerra de Cuba, abandonaron a su suerte a los descendientes de Pavía, Polavieja, Martínez Campos y Weyler, sin reciclarlos según los principios democráticos de los nuevos tiempos; y, por supuesto, no recibieron cursos de amejoramiento mental tendentes a hacerles ver y aceptar sin sobresalto que estaban por debajo del Parlamento y no por encima. Y por efecto de esta falta de educación civil vino lo que vino. Se envalentonarían en 1906 con La ley de jurisdicciones y en 1917 con las Juntas de Defensa –un sindicalismo militar sui géneris–, luego con la dictadura de Rivera y, finalmente, con los africanistas del 36, hijos o nietos de los militares que marcharon y vinieron de Cuba.
Los militares siempre se consideraron los salvadores de la Patria. Azaña no los podía tragar. Los describió muy bien cuando dijo que “se les había dejado campar por sus respetos, sindicarse, administrarse y organizarse a su antojo”. Cuando se los quiso meter en cintura, fue demasiado tarde. En parte, porque los gobiernos políticos de España han estado siempre acojonaos perdidos por la bota militar.
En la actualidad, el ejército sigue, mutatis mutandis, instalado en las prerrogativas que le proporciona su particular foro. No ha habido hasta la fecha poder político soberano capaz de hacerle cumplir lo que la propia constitución dictamina. El ejército se dice garante de ella, pero es mentira. Está por encima de ella.
Serían muchas las esferas que podrían analizarse para mostrar lo que decimos, pero basta con insinuar tres aspectos concretos para confirmarlo.
Primero. La mayoría de los delitos que se perpetran en sus instituciones siguen juzgándose –cuando se juzgan-, siguiendo, no solo sus propias ordenanzas, cuyo componente jurídico está trasegado por una ideología que pertenece a las guerras púnicas. Si la Iglesia habla de pecados en lugar de delitos para escaquearse de su responsabilidad civil y pública, las Fuerzas Armadas, sean de tierra, mar o de aire, no tienen ni necesidad de hablar de pecados ni de delitos. La hacen y la deshacen a su antojo. Y si no que se lo pregunten a la militar acosada, Zaida Cantera.
Segundo. El caso omiso que hace de la constitución en relación con la no confesionalidad de las instituciones públicas. El Ejército es una de las instituciones públicas que con mayor chulería incumple la no confesionalidad. No solo eso. Se pasa por el gatillo de su impunidad el artículo 16 donde “se garantiza la libertad ideológica, religiosa, y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”. Si concitáramos la cantidad de soldados obligados a participar en procesiones confesionales y mariachis de parecido jaez protocolario, veríamos hasta qué punto degradante la libertad de conciencia constitucional en el ejército es música militar.
A los mandos militares les importa poco formar parte de una institución pública y, por tanto, no confesional. Actúan con tal desfachatez confesional que no extrañará leer la siguiente noticia en los periódicos: “un dron y una Virgen del Pilar en la bodega del avión” que trasladó a varios militares aragoneses que viajaron a Nepal en plena sacudida sísmica.
Tercero. Hacienda es exigente con quien quiere y desea. No lo es con el Ejército. Este funciona gracias a los presupuestos generales. Dinero público, por tanto. ¿Alguien sabe realmente cómo se gasta dicho dinero? ¿Alguna vez han hecho públicas las cuentas claras y sonantes invertidas en el Ejército?
Solo cuando se le recrimina ser protagonista de algunos hechos escandalosos por chungos, como sufragar con dinero público los gastos de diecisiete guardia civiles que viajaron en peregrinación a Lourdes, a principios de 2012, se avino el ejército a bajar del olimpo que habita para hablar de estas menudencias.
La falta de transparencia en el Ejército es ubicua. Afecta a cualquiera de sus esferas operativas. Y, desde luego, no parece que tal situación vaya a cambiar. De hecho, los partidos políticos en liza electoral no han dicho ni una palabra acerca del modelo de Ejército que quieren. Todo un síntoma.