Si ya nos cuesta una enormidad respetar la pluralidad y la libertad de pensamiento de los adultos, ¿qué de esfuerzos tendremos que realizar para hacer lo propio con la libertad y el pensamiento de los niños?
Por mucho que lo hayamos intentado, lo cierto es que la sociedad actual sigue ignorando el estatus sociológico del niño. Tanto es así que en lo que se refiere al respeto de sus derechos como personas, el estamento de los adultos sigue percibiéndolos y tratándolos como un cero solemne a la izquierda.
Son tantas y tan variadas las contradicciones en las que caemos los adultos cuando pretendemos modelar sus vidas a nuestra imagen y semejanza –todavía mantenemos la ingenuidad de considera que así serán tan felices como nosotros-, que no merece la pena ni constatarlas. Cualquier perspectiva que adoptemos para analizar este cúmulo de contradicciones –sean de naturaleza sociológica, psicológica, mental, educativa y ética-, nos revelará la ingrata imagen de un adulto incapaz de otorgar al niño la dignidad y el respeto que se merece.
Ni siquiera existe una definición de niño que cumpla bien las más elementales señas de una identidad autosuficiente. Parece mentira, pero la noción de niño sigue sin perfilarse de un modo esencial y pragmático. Si se preguntara por separado a una persona, da lo mismo que sea doctor por Harvard o haya cursado estudios en la Complutense, qué entienden por niño, nos llevaríamos una ingrata sorpresa ante sus respuestas, nada conciliadoras entre sí.
Así que, no sabiendo con qué realidad conceptual nos enfrentamos, será muy difícil que reciba un tratamiento respetuoso por parte de quienes conviven con ellos. Por ejemplo, los padres consideran que pueden hablar y decir de sus hijos lo que quieran, donde y cuando quieran. Lo hacen habitualmente en sus conversaciones con otros padres y, a veces, con quienes apenas mantienen una relación habitual. Cuentan cosas de sus hijos sin consideración alguna, invadiendo abrasivamente la intimidad de sus propios retoños. Coloquémonos en su lugar. Consideremos la gracia que nos haría que nuestros hijos fueran contando por ahí todo lo que ven en casa. En este sentido, cabría indicar que los hijos son mucho más discretos que sus propios padres.
La mayoría de los padres consideramos que los hijos son de nuestra propiedad y, por lo tanto, gozamos de total o relativa libertad para hacer con ellos, no solamente lo que buenamente podemos, sino, también, lo que queremos. Las relaciones de los adultos con sus hijos bailotean casi siempre entre los límites de lo necesario, lo posible y lo real. De ahí que no sea fácil encontrar y manejar un metro que conjugue armoniosamente lo que el adulto quiere y desea y lo que el niño desea y quiere.
Y cuando digo “lo que queremos” no pretendo referirme a actividades de una enormidad manifiesta que, analizadas, ofenderían cualquier tipo de pudor o de ética más o menos fundada en el derecho y en el código civil, y, cómo no, en los derechos universales de cualquier persona.
Me refiero a cosas mucho más menudas, más sencillas, más cotidianas, de las que forman parte sustancial de la rutina diaria. Me refiero a esas actividades que conforman el temperamento y el carácter del niño. Unas actividades que nacen en las bondadosas intenciones del adulto y que terminan por ordenar de un modo nada respetuoso el pensamiento y la conducta de los niños. Una pena casi inevitable.
Hace unos meses, la prensa contó la historia de una niña llamada Pimenova, convertida en modelo. Muchos padres expresaron su cólera al conocer el hecho. Hablaron, incluso, de explotación infantil y de unos padres degenerados que permitían que su hija fuera objeto de semejante vejación. Una vejación que proporcionaba a la familia cuarenta mil euros al año por soportar tal sevicia y con la que, para mayor escándalo de ingenuos y pusilánimes, la niña Pimenova se sentía la mar de feliz y contenta, nada más y nada menos por ser explotada haciendo lo que siempre le había gustado hacer y ser: modelo.
Algunos progenitores argumentaron que una niña a esa edad lo que tendría que hacer es lo que hace una niña. ¿Y qué es lo que debería hacer una niña a esa edad? ¿Lo que dictaminen los papás llevándose por delante lo que opine y sienta el propio niño?
No me gustaría caer en la demagogia embarullando al lector con preguntas más o menos capciosas, y, menos todavía, que cayera en la falsa y artera conclusión de que lo que pretendo es tener razón y asunto concluido. Para nada. La vida es mucho más confusa y las relaciones con los pequeños nos la hace todavía más contradictoria. Cada situación requiere un tacto y una estrategia diferenciada. Lo que vale para un caso, no sirve para otro. La casuística es, felizmente, muy amplia y diversa. Es ella la que nos ayuda, como adultos, a matizar nuestras posturas y a ser más equitativos en nuestros juicios y decisiones que afectan a la vida de nuestros hijos.
Y, si no, comprobémoslo con otro ejemplo, protagonizado por un niño sevillano de ocho años. Muchos padres consideran que un niño a los ocho años es incapaz de tomar decisiones y, menos todavía, de tener una idea buena. A esa edad lo único que existe es el cultivo del pensamiento concreto que dijera el ilustre Piaget, y, por tanto, poseedores de una incapacidad manifiesta para un razonamiento formalmente elaborado, capaz de abstraer y de introducirse con soltura mental en ciertos teoremas. Todo lo cual no impide que la Iglesia católica meta con fórceps evangélico en los cerebros de estos niños el misterio de la santísima trinidad y el despelote teológico más apabullante.
A lo que voy. A este niño sevillano de ocho años no le han dejado hacer lo que le dictaba su conciencia, que era no hacer la primera comunión y, por lo tanto, no sufrir en carne propia las emocionantes clases de una catequesis abracadabrante. La madre de la criatura apoyó su deseo; no así el padre.
Ante la disparidad de criterios por parte de los progenitores, el caso se llevó al Juzgado de Primera Instancia de Sevilla, quien dictó sentencia a favor del padre y, por tanto, en contra de la voluntad del niño.
Al parecer, este Juzgado sevillano no cree en ciertos derechos del niño, entre ellos el de libertad de conciencia. Lo que resulta ingratamente curioso, porque el artículo 6.3 de la Ley Orgánica 1/1996 de Protección Jurídica del Menor, sostiene que el adulto debe facilitar al niño el desarrollo de su autonomía, también en materia de creencias. Y, si este adulto es un juez, la conclusión resulta más que obvia: su esfuerzo jurídico tendría que ser mucho más esmerado para que el niño accediera al cultivo de su personal autonomía.
Sin embargo, parece que para este juez existen creencias intocables y transcendentales, ante las cuales las leyes civiles deben doblar el espinazo ante otras supuestas leyes, que no lo son, caiga quien caiga y, si quien cae es un menor, más todavía. Porque, a fin de cuentas, ¿qué importancia puede tener el pensamiento y la libertad de un menor? Importancia cero.