Dedicar páginas enteras del periódico a recordar la vida de ciertas personas y evocar así su paso más o menos glorioso por esta tierra es costumbre arraigada en la prensa en general. Hay quienes consideran que insertar necrológicas, obituarios y esquelas en la prensa es signo de mal gusto, además de pasado de moda. Pero, pensándolo bien, tal vez, estos desengañados lectores comprueben que hay pocas cosas que guarden tanta relación con el capitalismo moderno como la explotación económica de la muerte. De hecho, cuando algunos ven una esquela en el periódico lo primero que se preguntan es cuántos euros habrá costado a la familia del muerto y si no hubiera sido mejor ahorrarse esos dineros para cuestiones más perentorias.
Otros, en cambio, no pueden vivir sin su ración diaria de esquelas. Piensan que esa sección es la más divertida, la que menos miente del periódico y la que más satisfacción les produce. De este modo tan directo, logran enterarse de que este o aquel malasombra ha estirado el peroné. Existen personas, tú las conoces bien, que lo primero que hacen cuando cogen un periódico es dirigirse a la página de las esquelas. Les importa más esa página escatológica que cualquier información relativa al estado de la tibia de un futbolista. Y, desde luego, basta con mirarles la cara para darse cuenta de si la información esquelética les es satisfactoria o no. A más de uno he visto yo recibir el impacto de una esquela con un “¡Ya era hora, cacho cabrón! ¡Antes tenías que haberte ido!”. En otra ocasión, al hombre que certificaba la muerte de alguien conocido se le oyó decir: “Pero, ¿todavía vivía este hijoputa?”.
El modelo estructural del género mortuorio, necrológica u obituario, es bastante rígido como corresponde al palabrerío dedicado a un muerto. Y su finalidad es más que evidente: se trata de hacer una hagiografía del finado. En esto demuestra su origen textual antiguo, que es clerical y funerario. El discurso del laico en poco se diferencia al del sacerdote, que de forma invariable hablará bien del fallecido, haya sido un degenerado o un virtuoso. Todos son buenos a los ojos misericordiosos del Señor. Y este, no tengan cuidado, guardará muy bien el secreto.
Parece lógica esta perspectiva. El vivo ya está muerto. Sería una grosería recordar sus sevicias pasadas. No tiene sentido bramar contra los difuntos cuando no se van a enterar. Más aún, cuando pudimos cantarles a la cara las cuarenta, no lo hicimos. Así que no caigamos, ahora, en la cobardía de pasarles por sus inertes bigotes lo bichos que fueron. Nuestro discurso les importará un bledo, lo mismo que cuando vivían.
Lo ideal sería que todos dejáramos por escrito el conjunto de hechos y de pensamientos por los nos gustaría que no nos recordaran. De este modo, evitaríamos que nuestros enemigos se regodearan sacando a la luz pública los trapos sucios ocultos de nuestra existencia. Con el sistema actual, todo son suspicacias. Nadie recuerda al muerto en su totalidad. Por lo general, se trocea y se evoca de él lo políticamente correcto. La necrológica se dedica al cultivo consciente de la amnesia selectiva. Y la verdad, no se entiende bien por qué se ocultan algunos datos de ciertos muertos famosos si resulta que cuando los protagonizaron se sintieron la mar de satisfechos. El necrólogo, o necrófago, al comportarse de este modo, no actúa bien, pues ignora si al muerto le hará mucha gracia que se oculten estas facetas que, cuando las cultivó en vida, le dieron fama y dinero. ¿Cuál es la intención del necrólogo cuando oculta datos de ciertos muertos ignorando si a estos les importa o no tal silencio? ¿Qué interés pudieron tener, gentes como Manuel Vicent o Juan Cruz, de la cuadra de Prisa, que, al evocar quién fue el dibujante Máximo, muerto el 28 de diciembre de 2014, sustrajeron un datos de su vida, los que, para colmo, no parece que influyeran ni mucho ni poco en la manera de hacer chistes gráficos del finado, sino en su dibujo como persona?
En efecto, en esa fecha señalada se murió Máximo, humorista gráfico, que empezó a serlo en los periódicos franquistas Arriba, Pueblo, la revista La Estafeta literaria, y luego, en La Codorniz y Por favor, pasando por El País, y aterrizando, finalmente, en Abc. Un viaje realmente estratosférico, pero muy habitual en muchos intelectuales de este país.
Algunos periodistas glosaron elogiosamente al “gran dibujante, al escritor y al intelectual”. Leyendo estas alabanzas, me preguntaba si esa gavilla de recuerdos hubiera sido la invocada por el muerto estando vivo. Me preguntaba si a Máximo no le hubiese gustado recordar otras aventuras menos artísticas, pero tan merecedoras de un recordatorio como cualquiera de sus chistes metafísicos, a parte de sus libros.
Quizás, no sé, tal vez, le hubiese gustado que se recordara qué es lo que hizo en el año 1962 cuando las huelgas mineras en Asturias. Recordar, por ejemplo, cómo un grupo de intelectuales, exactamente 102, se dirigió al ministro Fraga para protestar contra la durísima represión ejercida contra los mineros. Recordar cómo a esa valiente proclama se opondría el manifiesto de otros intelectuales posicionándose a favor de Fraga. Y que, tal vez, lo que más le hubiese gustado recordar a Máximo es que El fue uno de aquellos intelectuales firmantes contra los mineros asturianos. Pues un gesto así no se puede olvidar. Forma parte, si no del currículum como dibujante, sí como gesto ideológico del pensamiento que uno tenía entonces. Y, de vez en cuando, no está de más recordarlo para no olvidar de qué mazmorras de miseria procede uno.
O, no sé, quizás, le habría gustado al muerto Máximo que alguien describiera su voluntariosa y entusiasta colaboración en el panfleto titulado España para UD, del que el gobierno franquista editaría un millón de ejemplares para celebrar los “25 años de paz. Año 1964”; amén de los carteles que dibujó para tal fin repartidos por pueblos y ciudades de España. Habría que ser muy desagradecido para olvidar un hecho de esta naturaleza tan decisiva para los destinos de España. Robles Piquer, cuñado de Fraga y factótum de aquellas celebraciones, lo cuenta en sus memorias, tituladas Memoria de las cuatro España. Al hablar de España para Vd dirá que fue el folleto más impreso en la historia de España, editado en español, inglés, francés y alemán. Y que fue Máximo, su alma y su cerebro, y al que se sumaría Robles Piquer, pues, “siempre con su acuerdo (el de Máximo) sumé en algún punto aislado mi pluma a la suya para contribuir a la mejor explicación de nuestra realidad histórica y humana”.
¿Hay algún problema por recordar que el dibujante Máximo fue un estrecho colaborador del franquismo? Si no lo hay, ¿por qué se empeñan ciertos necrólogos en olvidar dicha información? ¿Acaso se trata de una información irrelevante de esas que no forman carácter?
La verdad es que estos mercachifles relatando la vida ajena no hacen ningún bien. Pues datos de esta naturaleza confirman la tesis de que, si salir del franquismo fue difícil, se debió, en parte, a que la mayoría de los intelectuales apesebrados durante la transición, y apoltronados en la democracia, colaboraron gustosamente con el régimen del Infame. ¿Que luego se convirtieron en demócratas de toda la vida? Sin duda. Y esa sería una de las razones por las que le salieron tan mal las cuentas a la democracia.
La pregunta es de máster: ¿cómo una clase política e intelectual, sostenedora del régimen franquista, pudo llegar a ser garante de la democracia? Porque eso es ni más ni menos lo que ha sucedido en España. Y Máximo podría ser un buen ejemplo de ello.
Dedicar páginas enteras del periódico a recordar la vida de ciertas personas y evocar así su paso más o menos glorioso por esta tierra es costumbre arraigada en la prensa en general. Hay quienes consideran que insertar necrológicas, obituarios y esquelas en la prensa es signo de mal gusto, además de pasado de moda. Pero, pensándolo bien, tal vez, estos desengañados lectores comprueben que hay pocas cosas que guarden tanta relación con el capitalismo moderno como la explotación económica de la muerte. De hecho, cuando algunos ven una esquela en el periódico lo primero que se preguntan es cuántos euros habrá costado a la familia del muerto y si no hubiera sido mejor ahorrarse esos dineros para cuestiones más perentorias.
Otros, en cambio, no pueden vivir sin su ración diaria de esquelas. Piensan que esa sección es la más divertida, la que menos miente del periódico y la que más satisfacción les produce. De este modo tan directo, logran enterarse de que este o aquel malasombra ha estirado el peroné. Existen personas, tú las conoces bien, que lo primero que hacen cuando cogen un periódico es dirigirse a la página de las esquelas. Les importa más esa página escatológica que cualquier información relativa al estado de la tibia de un futbolista. Y, desde luego, basta con mirarles la cara para darse cuenta de si la información esquelética les es satisfactoria o no. A más de uno he visto yo recibir el impacto de una esquela con un “¡Ya era hora, cacho cabrón! ¡Antes tenías que haberte ido!”. En otra ocasión, al hombre que certificaba la muerte de alguien conocido se le oyó decir: “Pero, ¿todavía vivía este hijoputa?”.
El modelo estructural del género mortuorio, necrológica u obituario, es bastante rígido como corresponde al palabrerío dedicado a un muerto. Y su finalidad es más que evidente: se trata de hacer una hagiografía del finado. En esto demuestra su origen textual antiguo, que es clerical y funerario. El discurso del laico en poco se diferencia al del sacerdote, que de forma invariable hablará bien del fallecido, haya sido un degenerado o un virtuoso. Todos son buenos a los ojos misericordiosos del Señor. Y este, no tengan cuidado, guardará muy bien el secreto.
Parece lógica esta perspectiva. El vivo ya está muerto. Sería una grosería recordar sus sevicias pasadas. No tiene sentido bramar contra los difuntos cuando no se van a enterar. Más aún, cuando pudimos cantarles a la cara las cuarenta, no lo hicimos. Así que no caigamos, ahora, en la cobardía de pasarles por sus inertes bigotes lo bichos que fueron. Nuestro discurso les importará un bledo, lo mismo que cuando vivían.
Lo ideal sería que todos dejáramos por escrito el conjunto de hechos y de pensamientos por los nos gustaría que no nos recordaran. De este modo, evitaríamos que nuestros enemigos se regodearan sacando a la luz pública los trapos sucios ocultos de nuestra existencia. Con el sistema actual, todo son suspicacias. Nadie recuerda al muerto en su totalidad. Por lo general, se trocea y se evoca de él lo políticamente correcto. La necrológica se dedica al cultivo consciente de la amnesia selectiva. Y la verdad, no se entiende bien por qué se ocultan algunos datos de ciertos muertos famosos si resulta que cuando los protagonizaron se sintieron la mar de satisfechos. El necrólogo, o necrófago, al comportarse de este modo, no actúa bien, pues ignora si al muerto le hará mucha gracia que se oculten estas facetas que, cuando las cultivó en vida, le dieron fama y dinero. ¿Cuál es la intención del necrólogo cuando oculta datos de ciertos muertos ignorando si a estos les importa o no tal silencio? ¿Qué interés pudieron tener, gentes como Manuel Vicent o Juan Cruz, de la cuadra de Prisa, que, al evocar quién fue el dibujante Máximo, muerto el 28 de diciembre de 2014, sustrajeron un datos de su vida, los que, para colmo, no parece que influyeran ni mucho ni poco en la manera de hacer chistes gráficos del finado, sino en su dibujo como persona?
En efecto, en esa fecha señalada se murió Máximo, humorista gráfico, que empezó a serlo en los periódicos franquistas Arriba, Pueblo, la revista La Estafeta literaria, y luego, en La Codorniz y Por favor, pasando por El País, y aterrizando, finalmente, en Abc. Un viaje realmente estratosférico, pero muy habitual en muchos intelectuales de este país.
Algunos periodistas glosaron elogiosamente al “gran dibujante, al escritor y al intelectual”. Leyendo estas alabanzas, me preguntaba si esa gavilla de recuerdos hubiera sido la invocada por el muerto estando vivo. Me preguntaba si a Máximo no le hubiese gustado recordar otras aventuras menos artísticas, pero tan merecedoras de un recordatorio como cualquiera de sus chistes metafísicos, a parte de sus libros.
Quizás, no sé, tal vez, le hubiese gustado que se recordara qué es lo que hizo en el año 1962 cuando las huelgas mineras en Asturias. Recordar, por ejemplo, cómo un grupo de intelectuales, exactamente 102, se dirigió al ministro Fraga para protestar contra la durísima represión ejercida contra los mineros. Recordar cómo a esa valiente proclama se opondría el manifiesto de otros intelectuales posicionándose a favor de Fraga. Y que, tal vez, lo que más le hubiese gustado recordar a Máximo es que El fue uno de aquellos intelectuales firmantes contra los mineros asturianos. Pues un gesto así no se puede olvidar. Forma parte, si no del currículum como dibujante, sí como gesto ideológico del pensamiento que uno tenía entonces. Y, de vez en cuando, no está de más recordarlo para no olvidar de qué mazmorras de miseria procede uno.
O, no sé, quizás, le habría gustado al muerto Máximo que alguien describiera su voluntariosa y entusiasta colaboración en el panfleto titulado España para UD, del que el gobierno franquista editaría un millón de ejemplares para celebrar los “25 años de paz. Año 1964”; amén de los carteles que dibujó para tal fin repartidos por pueblos y ciudades de España. Habría que ser muy desagradecido para olvidar un hecho de esta naturaleza tan decisiva para los destinos de España. Robles Piquer, cuñado de Fraga y factótum de aquellas celebraciones, lo cuenta en sus memorias, tituladas Memoria de las cuatro España. Al hablar de España para Vd dirá que fue el folleto más impreso en la historia de España, editado en español, inglés, francés y alemán. Y que fue Máximo, su alma y su cerebro, y al que se sumaría Robles Piquer, pues, “siempre con su acuerdo (el de Máximo) sumé en algún punto aislado mi pluma a la suya para contribuir a la mejor explicación de nuestra realidad histórica y humana”.
¿Hay algún problema por recordar que el dibujante Máximo fue un estrecho colaborador del franquismo? Si no lo hay, ¿por qué se empeñan ciertos necrólogos en olvidar dicha información? ¿Acaso se trata de una información irrelevante de esas que no forman carácter?
La verdad es que estos mercachifles relatando la vida ajena no hacen ningún bien. Pues datos de esta naturaleza confirman la tesis de que, si salir del franquismo fue difícil, se debió, en parte, a que la mayoría de los intelectuales apesebrados durante la transición, y apoltronados en la democracia, colaboraron gustosamente con el régimen del Infame. ¿Que luego se convirtieron en demócratas de toda la vida? Sin duda. Y esa sería una de las razones por las que le salieron tan mal las cuentas a la democracia.
La pregunta es de máster: ¿cómo una clase política e intelectual, sostenedora del régimen franquista, pudo llegar a ser garante de la democracia? Porque eso es ni más ni menos lo que ha sucedido en España. Y Máximo podría ser un buen ejemplo de ello.