Tiene maldita gracia que haya sido la Iglesia católica y la derecha política europea quienes hayan pretendido sobresalir más que nadie en la defensa de la denominada libertad de expresión. Quizás, el origen de esta actitud rufianesca, propia de tartufos, radique en el significado del refrán: “Dime de qué presumes, y te diré de qué careces”. Mientras el infumable Rajoy asistía a París, alardeando de lo que nunca ha tenido, su ministro meapilas e inquisidor, alias Fernández, seguía por Madrid dando los últimos toques a su Ley Mordaza contra la libertad de expresión. ¡Qué formidable contraste cabrón!
Hay que decirlo con toda claridad. La Iglesia Católica y la Derecha política de todos los tiempos, si por algo se han caracterizado, ha sido por la obsesión de perseguir y anular la libertad de expresión en cualquier tipo de modalidad, individual y colectiva. Y, si hablamos de la libertad religiosa y de conciencia, entonces, habrá que echarse a temblar, porque asociar tales conceptos con la Iglesia es concitar la memoria de la barbarie y la crueldad, el dogma frente a la heterodoxia, la Inquisición y la Hoguera frente al libre pensamiento, la religión católica contra todas las religiones del orbe, el Crucifijo y el Único Libro contra cualquier asomo de investigación científica, el Evangelio contra el Código Civil, el Catecismo contra los derechos universales.
“¿Quién dice que no hay libertad religiosa en España?”, se preguntaba el escritor Larra a mitad del siglo XIX, y de forma sarcástica contestaba: “¡Claro que la hay! Usted puede ir a misa de nueve, a misa diez, a misa doce, y así durante todas las horas del día”. Esa es la libertad religiosa a la que ha estado dispuesta la Iglesia a tolerar graciosamente. Y digo tolerar, y no respetar, porque este verbo tardaría unos lustros en inventarse. Y porque tolerar solo lo han hecho quienes tenían, y siguen teniendo, poder para hacerlo. La tolerancia, tal y como la ha entendido y practicado la Iglesia y el Poder político, ha sido una engañifa. Se reducía a un permiso concedido por su graciosa majestad, pero nunca un derecho. Como hoy. La tolerancia, bien o mal entendida, como dicen algunos, sigue siendo una trampa conceptual y pragmática.
El derecho inalienable a la libertad de expresión no debe nada a la Iglesia católica y, tampoco, a la derecha política.
En algún tiempo, la derecha se pintó de liberal, pero lo cierto es que su liberalismo dejó mucho que desear en esa materia de la libertad de expresión, así como en tantísimos campos de la conducta humana. Se llamaban liberales, pero no lo eran. No lo eran, ni lo fueron nunca en el sentido en que uno de los padres del liberalismo entendió dicho concepto y que tanta vigencia actual tiene: «Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión y esta persona fuera de opinión contraria la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como ella misma lo sería si teniendo poder bastante impidiera que hablara la humanidad … Pero la peculiaridad del mal que consiste en impedir la expresión de una opinión es que se comete un robo a la raza humana; a la posteridad tanto como a la generación actual; a aquellos que disienten de esa opinión más todavía que a aquellos que participan en ella. Si la opinión es verdadera se les priva de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si es errónea, pierden lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error» (J. S. Mill, Sobre la libertad).
De acuerdo con esta reflexión, el corolario es muy fácil de establecer: todo se puede decir. Nada está libre de recibir críticas, ironías, sarcasmos, mordacidades y ofensas, sea contra la religión, Dios, la patria, la monarquía, los sentimientos, Jesusito de mi vida, la Virgen María, las ideas, las creencias, los pensamientos… Todo. Si no hubiera sido por esta libertad de expresión que se ceba precisamente en las grandes abstracciones de la existencia –Dios, Patria y Eternidad-, y conseguida gracias al sacrificio de tantos heterodoxos llevados a la cárcel y a la hoguera, sufriendo persecuciones crueles y bárbaras del poder civil y religioso, nos encontraríamos todavía en el Paleolítico inferior de la dignidad. Si el poder político y la Iglesia misma se han modernizado, no ha sido por causa de su voluntad, sino por haberse visto obligados a doblar el espinazo ante las luchas y movimientos ilustrados contra su hegemonía. La Iglesia jamás habría renunciado a su absoluto dominio teocrático si la sociedad civil no se hubiese enfrentado a ella, cuestionando su presencia en este mundo con los medios a su alcance, entre ellos la crítica más desaforada a su absolutismo, fuera con la ironía, el sarcasmo, el libelo y el insulto.
La mayoría de edad civil de la ciudadanía se debe precisamente a ese continuo y permanente modo de poner en cuestión cualquier verdad que no pudiera verificarse empíricamente. Por eso, a quienes postulan límites a la libertad de expresión, habría que decirles que a quienes hay que ponérselo, con bozal incluido, es a quienes siguen cultivando el fundamentalismo religioso y el fundamentalismo político, que no son pocos.
No hay límites a la libertad de expresión, y no puede haberlos aunque lo diga el papa inspirado por el Santo Pichón. Porque, desde el momento en que se le ponen límites deja de ser libertad y expresión. No existe una libertad de expresión a la carta. La libertad de expresión es la única posibilidad que está al alcance de cualquier ser humano para realizarse como tal. Sin dicha libertad es menos humano.
Al proceder de una sociedad esencialmente teocrática, nos cuesta aceptar que las ofensas a la religión sean aceptadas como una crítica más, tanto a su existencia como a los excesos que se perpetran en su nombre, que no son pocos. Lo mismo sucede con las mismas creencias y el denominado sentimiento religioso. Ni las primeras, ni el segundo, tienen una categoría existencial superior a la de cualquier otra creencia o sentimiento. El hecho de que tengan en la práctica un tratamiento excepcional, como ocurre con el Código Penal y su artículo 525 que persigue la antigua blasfemia aunque con otras palabras, no es más que la triste constatación de que el sentimiento religioso sigue estando por encima del resto de los demás sentimientos que tienen acogida en el conjunto de creencias del ser humano. Y eso, en una sociedad aconfesional, es discriminación y un atentado contra la libertad de conciencia individual.
Lo más escandaloso es que, en la mayoría de los casos en que se acusa a alguien por haber atentado contra la religión o contra el sentimiento religioso, nunca hay delito probado, porque no existe una víctima real. ¿Dónde está la víctima cuando se dice que alguien ha atentado contra las creencias religiosas o contra el sentimiento religioso de una colectividad? En estos casos, la víctima verdadera no concurre como testigo para inculpar a nadie. Y quien pretenda representar a esa entidad metafísica y transcendente, o es tonto o hipócrita, o ambas cosas a la vez. …Por eso es ofensiva la existencia del artículo 525 del Código Penal que todavía sigue castigando con duras penas a quienes ofendan el sentimiento religioso de quienes dicen que tienen dicho sentimiento.
Normalmente, el llamémoslo así, sacrilegio religioso, se limitaría a algo exterior, que no tiene existencia probada. Los ojos de los demás no ven más que el gesto de alguien que dice o hace una enormidad y el otro que se espanta, sintiéndose agredido, porque este en su foro interno cree representar a esa supuesta víctima que nadie ha visto delegar sus poderes en ningún animal semoviente.
Pero si “de lo que se trata es de joder a Dios”, como dice el patafísico Julien Torma, es evidente que nadie ha conseguido llegar a ese extremo. Aunque existan ilusos y fundamentalistas sujetos que se arrogan su representación y sufren por los agravios que recibe este supuesto Dios, lo único que podemos deducir es lo que el propio Torma concluye: “Los creyentes son tontos porque si fueran inteligentes tendrían ya la tontería de la hipocresía”.
Así que lo mejor para todos sería que las religiones se fueran todas a tomar por saco. Porque las creencias religiosas, siempre personales y particulares, cuando pretenden imponerse a las creencias civiles, siempre colectivas y consensuadas, constituyen un peligro y una amenaza para la vida inteligente del planeta y para todas las personas, sean o no humoristas gráficos o cocineros de crucifijos en salsa verde.