Se podría confeccionar una antología de la impunidad y del cinismo con declaraciones de políticos a los que se les hace la boca agua pronunciando con sobresalto fonético la palabra responsabilidaaaaaad. Echan mano de ella como si se tratara de un conjuro catártico. “Asumo toda mi responsabilidad”. Y se quedan tan anchos. Deben de imaginar que borran así el marrón perpetrado por ellos mismos o por sus subalternos.
Saben por experiencia que declararse públicamente responsables, pedir perdón y presentar excusas, son purrusaldas palabráticas que ablandan el juicio sentimental del ciudadano, por natural cruel y perverso. Pero convendría que no se hicieran ilusiones. Aceptamos el detalle de sus señorías cuando reconocen sus fallos, pero de ahí a eximirlos de la parte de responsabilidad penal que les corresponde hay un paso de imbecilidad que no estamos dispuestos a dar.
Tradicionalmente, la persona responsable siempre fue bien vista. Lógico. Como corresponde a su etimología, la persona responsable es aquella que cumple con lo prometido y es capaz de responder a los compromisos adquiridos. Pero uno se pregunta, entonces, cómo dirigentes políticos que se dicen responsables de un fracaso electoral o de un caso de corrupción dentro del partido “cumplen con lo prometido” y “responden a lo que se han comprometido”.
En el caso Granados, Esperanza Aguirre, intrigante de opereta, aseguró que ella no quería “eludir la responsabilidad que me corresponde en el nombramiento del señor Granados para cargos de alta responsabilidad». Todavía estamos esperando a que traduzca de forma práctica, penal y civilmente, dicha responsabilidad. Hasta la fecha, nos encontramos ante un acto verbal, uno más, que se agota en su mera enunciación, rayana en la habitual chulería de su propietaria.
Es curioso, sin embargo, que en el caso Bárcenas ningún dirigente del PP saliese a la palestra asumiendo la responsabilidad que le correspondía en su nombramiento como tesorero del partido. Ni siquiera lo han hecho en diferido o disimulando un poco. ¿Por qué Aguirre asume su responsabilidad en el caso Granados y el PP, en el caso Bárcenas, no? ¿Nadie nombró como tesorero a Bárcenas? ¿Nadie es responsable de haber metido en el gallinero del PP a un zorro cabrón?
Si alguien asume la responsabilidad de un acto, significa que se hace responsable de los efectos sobrevenidos a aquel. Si no es así, lo mejor sería callarse o abandonar el arte de esa hipocresía moral a la que está abonada cierta clase política per se. Una persona, que dice que asume la responsabilidad de un acto y no modifica su conducta en función de ese frenesí responsable, es tan repugnante como el corrupto. Máxime si dicha persona sigue ocupando el mismo puesto de relevancia gracias al cual puede volver a nombrar a gente potencialmente corrupta. Dada su defectuosa pituitaria para oler al corrupto, lo mejor que podría hacer es abandonar la política o, como suele decirse con evidente recochineo, “dejar los cargos de responsabilidad política”. ¿Quién garantiza que esta persona, que un día nombró, aupó y apadrinó a un corrupto simulado, no vaya a hacer lo mismo?
Si alguien es responsable de colocar un corrupto en el disparadero de la práctica de la corrupción, lo más lógico con dicha responsabilidad sería dejar el puesto y evitarse así la vergüenza de caer en la tentación de nombrar de nuevo a otro corrupto. Cuando un político dice asumir, no una sino dos y tres veces, su responsabilidad ante los casos de corrupción de algunos de sus subalternos nombrados por ellos mismos, los demás tenemos la obligación de decirle que “eres más canso que Monago” y “la próxima vez nos cuentas una de Fumanchú”. Sin duda, la mejor medicina consiste en no votarlos jamás; por su bien y por el nuestro. Les evitaremos caer en la futura vergüenza de volver a asumir la responsabilidad de un cohecho, y nosotros de haber sido tan pardillos por creer en sus palabras.
Probablemente, la palabra responsabilidad sea la más sobada del diccionario ético y político de nuestro tiempo. De ahí que lo más higiénico sería enterrarla por su uso abusivo e inapropiado. O, tal vez, no. Tal vez, sea nuestro aviso profiláctico por excelencia: cada vez que un político pronuncia dicha palabra, haya o no cohecho en el horizonte, deberíamos ponernos en guardia., pues seguro que nos encontramos ante un corrupto o a punto de serlo. En serio, la palabra responsabilidad está tan pervertida que su uso da origen a explicaciones tan retorcidas y rocambolescas que la única evidencia es el retorcimiento cantinflero que se hace del diccionario para justificar lo injustificable.
Hay situaciones raras. El PP no asumió su responsabilidad por el nombramiento de Bárcenas. Tampoco, lo hizo en el caso Monago. Sin embargo, sí la asumió con el diputado por Teruel, que cometió la misma tropelía sicalíptica que Monago, y a quien la presidenta aragonesa, Sra. Rudi, lo cesó. Lagarto, lagarto, sin duda. El desbarajuste es evidente. Y los partidos políticos han hecho de la responsabilidad un saco donde meten lo que les conviene. Cuando les da por acá, la asumen. Cuando les da por allá, la subsumen bajo manga.
El concepto de responsabilidad es materia que necesita reconsideración jurídica y política. En el momento actual, la responsabilidad de los políticos se disipa en una nebulosa. Tanto que bien podría decirse que cierta clase política actúa como la Iglesia con sus pederastas. La iglesia les aplica el foro del derecho canónico y, si no fuera por las presiones civiles, jamás serían pasados por la piedra del Código Penal. Lo mismo hacen los políticos. Quienes son pillados en cohecho solo son responsables ante el partido, y los dirigentes asumen dicha responsabilidad sin ningún tipo de escrúpulo. Al fin y al cabo, ¿en qué se traduce penal y civilmente asumir la responsabilidad de unos hechos de corrupción?
El hecho de que la ciudadanía vote a partidos y no a personas colabora a perpetuar este estado de cosas lamentable y que solo favorece la misma corrupción. El partido asumirá la responsabilidad por boca de un dirigente bocazas –talla Aguirre-, y se hará según y cómo, es decir, nada.
La inercia de aplaudir la proclama de responsabilidades políticas, según sea el político, es un signo más de la antidemocrática situación a la que nos ha llevado la sacralización de los partidos como supuestos representantes de la voluntad de la ciudadanía. Y decir que los partidos políticos deben responder ante la ciudadanía es, sin duda, una ingenuidad, si esta no dispone de los mecanismos jurídicos, políticos e institucionales para acabar con estos muñidores de la impunidad.
No es cuestión, pues, de salvaguardar la reputación de un partido –que bien dice la palabra cómo está-, sino de garantizarnos la satisfacción de no volver a ver jamás a esta gentuza mangoneando el erario. No se trata de asumir responsabilidades por los delitos perpetrados, sino de no cometerlos. Eso, sí, y mientras tanto, que devuelvan lo robado en nombre de la responsabilidad a la que tanto se aferran. Si lo hacen, empezaremos a creer que van entendiendo lo que significa dicha palabra. Mientras tanto, ¡butifarra!