En la feria de Guadalajara (México) de este año, el escritor Pérez Reverte ha arremetido -¡menuda novedad!-, contra los ministros de los gobiernos españoles y mexicanos, pasados y modernos, porque, en su académica opinión, “han maltratado el Quijote”. ¡Toma del frasco, Sansón Carrasco!
Culpar a los ministros de los gobiernos españoles, que se han venido sucediendo desde Cánovas del Castillo hasta hoy, por ser responsables de la desidia lectora de la sociedad española y, en concreto, del desprecio hacia el libro de Cervantes, tiene, cuando menos, su coña marinera de secano. Dando la vuelta al calcetín de su argumento, podría concluirse que el propio Pérez Reverte, al ser uno de los autores que más leen los españoles –según su docta opinión-, tendría su particular responsabilidad por haber trasegado el gusto de los lectores, adocenándolo hasta la más bajas cotas de la exigencia lectora. Y, por tanto, de no leer el Quijote, que exige un tute a las meninge muy superior al que pide Alatriste y sus gónadas.
Pérez Reverte sostuvo en Guadalajara que la lectura del Quijote “debe ser un estímulo para alcanzar el entusiasmo y la fe en que las cosas se pueden cambiar”. Siendo así, seguro que los dirigentes de Podemos han leído el Quijote, una y dos y hasta tres veces.
Para el escritor cartagenero, la importancia del Quijote como “elemento educativo y civil es tan alta” que «da vergüenza que España y México sean de los seis países en los que no se ha sentido que esta obra sea de obligatoria enseñanza y de obligada lectura”. Peor aún: “los ministros ignoran qué es el Quijote, ni saben para qué sirve».
Menos mal que disponemos de un tipo tan versado en Cervantes que lo sabe. Por eso, sorprende que no lo haya denunciado hasta ayer mismo. ¿Por qué será? Pues, ni más, ni menos que al hecho de que Pérez Reverte ha publicado una adaptación de la obra de don Quijote para adolescentes, por encargo de la Real Academia.
Hace 102 años, el Gobierno de entonces instó a la Real Academia, asistida por un catedrático y por el director de la Biblioteca Nacional, a que hiciera una adaptación del Quijote. En el tercer centenario del Quijote, en 1905, el escritor Guillaume Apollinaire propuso la promulgación de una Orden Real que obligase a alfabetizar a los españoles leyendo el Quijote. Felizmente, no se llevó a cabo semejante despropósito. Sin embargo, sí se promulgó la odiosa medida de hacer obligatoria la lectura del Quijote en las escuelas. No se sabe qué fue peor.
Ahora, Pérez Reverte sostendrá que su adaptación es una “herramienta muy útil para que los jóvenes tengan acceso a los valores que el Quijote promueve”. Entiéndase, los valores que según Pérez Reverte promueve el Quijote, es decir, “ofrece apoyo y consuelo en estos tiempos en que se reclama justicia cuando las patrias y los sistemas están en cuestión”. No imagina uno cómo la lectura de un libro puede producir valores tan milagrosos en la sociedad, pero, si lo dice Pérez y le apoya Reverte, habrá que callarse.
Por si fuera poco, el Quijote es “un gran patrimonio de la lengua, y la lengua es la única patria que no está puesta en cuestión. Es la única patria por la que es decoroso vivir. Todas las banderas son más o menos sospechosas. Y el Quijote es una bandera fuera de toda sospecha”. Ni el Catecismo Patriótico Español de 1939, escrito por el dominico Menéndez Reigada, lo diría mejor.
El hecho de que la Real Academia se haya decidido por una adaptación de don Quijote en 2014 para adolescentes es un tanto paradójico. Si algo sobra, son adaptaciones quijotescas. Entre otras, figuran las llevadas a cabo por Paula López Hortas (Anaya), de Nuria Ochoa, Carlos Reviejo (SM), José María Plaza (Espasa), Concha López Narváez (Bruño), Rosa Navarro Durán (Edebé), Vicente Muñoz Puelles (Algar) José Luis Giménez Frontín (Lumen), Andrés Amorós (SM), etcétera. Quizás, el escritor Pérez Reverte considerase que ninguna de estas adaptaciones era digna a sus ojos de académico, pues no promovían los valores por los que él suspira: lengua, patria, justicia, sistema, consuelo y la bandera de El Quijote, que ya me dirán cuál es, después de las interpretaciones variopintas recibidas desde 1605.
Hay que ser tan ingenuo como torpe para pensar que uno se hará más demócrata y más ilusionado para “desfacer todo tipo de entuertos”, gracias a la lectura del Quijote. Esta torpeza didáctica conductista no es original. Carlos Fuentes consideraba que era imposible que alguien que leyera el Quijote no saliera de dicha lectura hecho un demócrata. Para ejemplo, él mismo. Nabokov y Mann consideraban, sin embargo, que El Quijote era “una enciclopedia de la crueldad”, así que lo más probable era que quien entrara en la Mancha saliese por Nueva York hecho un sádico o experto en acosos varios. Al fin y al cabo, el Quijote pasa sus aventuras padeciendo la burla cruel de los otros.
En serio. La instrumentalización del mito don Quijote ha sido una constante procaz a lo largo de la historia. Cada quien ha pretendido usarlo en beneficio propio. Pérez Reverte cae en la misma trampa aunque su deseo sea expresión de una supuesta buena voluntad ideológica, ética y moral, además de económica. Pero no hay doctos más imprudentes que quienes pretenden ordeñar la literatura en pro de unos valores que uno considera los mejores del mundo mundial.
Si sirve de advertencia, recordemos que los ideólogos del fascismo y de los golpistas de 1936, explotarían el mito Quijote como legitimación ética, moral y política de sus desvaríos. Aunque la obra de Ramiro Ledesma, El Quijote y nuestro tiempo, fue publicada en 1924, Tomás Borrás la editaría en 1971, asegurando enel nuevo prólogo que“el libro de Ledesma parece anunciar el quijotismo de la Cruzada”. Y no hace falta mucha imaginación qué entuertos desfacería este Quijote fascista: la democracia y la república.
La justificación del saltimbanqui Ernesto Giménez Caballero resulta más alarmante todavía. Su panfleto La vuelta de don Quijote se publicó en 1932. Ahí presenta al héroe manchego universal como “el libro más antinacional, peligroso, inmoral y trágico de España. El libro más desterrable de España. El libro más temible y corrosivo de España. El peor veneno de España. Libro sádico que no termina nunca de estrangularnos y dejarnos morir santamente”. Alucinante, ¿no? Sin embargo, en 1944, sostendrá que “El Quijote de Cervantes significa la cima ejemplar de la Novela: en España y en el Mundo. Es el máximo valor de la Literatura española. Y uno de los supremos en la Universal: con la Biblia, la Ilíada griega, la Eneida, de Virgilio; la Divina Comedia, de Dante; el Hamlet, de Shakespeare; el Fausto, de Goethe”.
Lo presentará como “símbolo de una nación española definida por su carácter católico e imperialista” (Lengua y Literatura de España, IV, “La Edad de Oro”, Madrid, Talleres, Tipográficos de Ernesto Giménez, 1953, reimpresión sin cambios de la edición de 1944).
Y así se podría seguir con las opiniones de Pemán, el llamado “juglar de la Cruzada”, que elevaría el Quijote a categoría y numen de la identidad del ser español, como ya hiciera Unamuno, y que es “una identidad mística y metafísica”.
Si alguien considera que la literatura, se llame El Quijote o Hamlet, asegura la transformación ética o moral de un individuo o de una colectividad, no es que no tenga idea de cómo funciona el acto lector, sino el mismo individuo, que este cambia cuando le interesa cambiar, no porque se lo diga Tintín o Tarzán.
La lectura es, puede serlo, un estimulante cognitivo, emocional, ético, político y lo que uno quiera. Pero, los modos de leer afectan tanto a los objetivos como a los métodos, que, al final, dichas lecturas terminan desnaturalizadas, al ser ordeñadas por intereses espurios. Un modo de leer que somete la lectura a unos objetivos previamente determinados por intereses ajenos al lector, lo único que consigue es castrar la posibilidad de una experiencia emocional e intelectual única. Y una adaptación del Quijote, ni te cuento.