Es cierto que en la conversación habitual está muy extendido el uso de la hipérbole o de la generalización. Tanto es así que del uso abusivo de la palabra todos y nadie no se libra ni el más pintado aunque no haya cursado bachiller antiguo. Y así decimos alegremente: “Todos los políticos son igual de sinvergüenzas”. “Nadie se libra de ser corrupto”.
Y lo decimos mayormente de los políticos, pero no de los fontaneros, ni de los médicos, ni de los panaderos. Por algo será, que diría el entendido. Sin embargo, es evidente –o debería serlo- que una golondrina no hace verano; como, tampoco, uno es todo. Y que lo particular no es la medida exacta de regular lo general. Como no se pueden sacar conclusiones universales de una experiencia individual, a no ser que uno se considere la medida de todas las cosas.
El hecho de que los hablantes participemos de esta grosería verbal no es ningún consuelo, sino todo lo contrario. Reflejaría el grado de deterioro mental en que nos hemos ido sumergiendo a medida que nuestra competencia lingüística empieza a deteriorarse y la higiénica reflexión se sustituye por hábitos y costumbres, cuya mayor virtud puñetera es huir de los matices.
Probablemente, nos encontremos ante uno de los hábitos y costumbres que jamás podrá erradicarse del comportamiento verbal de los ciudadanos, porque, más que producto de la educación y de la cultura, es chip mental heredado, propio de la especie y de la biología.
Constatar que tal hábito refleja una enquistada fijación mental con la que el ser humano se enfrenta a los hechos que no le agradan debería obligarnos a elaborar otro tipo de actitud para enfrentarnos a semejante lacra, pero mucho me temo que tal método no parece del agrado del respetable.
Nos encontramos ante una de las más nefastas maneras de ejercer el pensamiento y el uso del lenguaje a la hora de analizar y enjuiciar los hechos de los demás.
Sin embargo, conviene indicar que este uso nefasto de la exageración –casi podría adjetivarse de totalitaria porque excluye el matiz, la diferencia y el respeto a los otros, es decir, a los que se escapan de esa supuesta totalidad-, no tiene el mismo alcance práctico si la utiliza alguien con poder institucional o quien se expresa en un mercado, en una cafetería o en un charla informal entre amigos más o menos acalorados.
La importancia y responsabilidad que tiene este comodín coloquial democrático no es la misma según sea el contexto, el emisor y la función social que éste desempeña cuando, a la hora de hablar, se refugia en ese todos, o en el exclusivo y excluyente nadie o ninguno.
Si la palabra todos en boca de un ciudadano de autobús diario resulta inadecuada y falsa, porque todos nunca es sinónimo de lo que presuntamente se sugiere al referirse a una pluralidad, en boca de un político, además de falsa, tiene una carga peligrosa añadida.
Cuando este término totalitario lo usa el poder político, tiene pretensiones de ordenar y encauzarla la conducta y el comportamiento de los demás, haciendo que estos formen parte de una responsabilidad individual y colectiva de unos hechos en los que no han intervenido ni en el principio, ni en el medio ni en el final.
Lo que ha sucedido con la degradante gestión político-sanitaria ante la aparición del ébola en nuestro país explicaría muy bien esa utilización totalitaria del lenguaje en beneficio de una rentabilidad política, rayana en lo nauseabundo y en lo abyecto.
Paradójicamente, y aunque lo parezca, no ha sido la ministra Mato la más cualificada representación de esa obscenidad verbal. No parece que su capacidad intelectual se lo permita. Ha sido, en cambio, esa lengua viperina de la vicepresidenta del Gobierno, Sáenz de Santamaría, quien, rompiendo las barreras del sonido de la discreción y del matiz, salió a la palestra de la opinión publicada diciendo que “todos somos responsables de la crisis del ébola”. ¿Todos? ¡Una mierda!
Era lo que nos faltaba por escuchar. Por esta regla de tres, todos somos responsables también de la muerte del sacerdote traído irresponsablemente de tierras lejanas por el gobierno, del sacrificio del perro llamado Excalibur y, por supuesto, todos somos responsables de la arrogante cortedad mental de la vicepresidenta.
Y podríamos seguir diciendo que todos somos responsables de la existencia y explotación de las tarjetas opacas y negras como las intenciones de quienes las utilizaban en representación de sus intereses de bragueta y de abdomen,
Los responsables de administrar de forma tan nefasta este desorden de cosas tienen nombre y apellido: Mariano Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría, la ministra Mato, el ministro Fernández, el ministro Morenés, el consejero de sanidad de la comunidad de Madrid y así podríamos seguir con la lista de los nombres que descomponen el actual gobierno del PP, una camarilla de hábiles demagogos para culpar de sus errores al resto del mundo… sin asumir jamás un gesto de autocrítica de sus actos por muy bárbaros y crueles que sean…
Y, menos mal, que en esta ocasión la vicepresidenta no ha echado la culpa y la responsabilidad del pánico generado por el ébola a Zapatero, ese político fiambre que, como el Cid, sigue “ganando” las más importantes batallas políticas de estos años. Pero, tiempo al tiempo. Quizás, amanezca un día en el que González Pons y Carlos Floriano, los Teddy y Pompoff del PP, comuniquen al mundo alguna etiología digna de sus casquetes cerebrales que asombrarán, incluso, a sus propias inteligencias en barbecho.