A estas harturas de la vida me ha quedado muy claro que los políticos ya no representan, no solo a quienes los votan que sería lo más congruente, sino que, tampoco, representan a las instituciones públicas de las que son su parte simbólica oficial. Desde luego, no lo hacen del modo en que la propia constitución lo prescribe, sea por ley, decreto o “por imperativo categórico normativo o regulativo”, que dijera el filósofo.
Es muy grave que los políticos no representen los intereses de sus votantes y que cuando se trata de atender sus necesidades más perentorias y básicas, las marcadas por la propia Constitución y que suelen llamar eufemísticamente “bien común” o “interés general”, no hagan los posibles para satisfacerlas. A no ser que la misma ley, y más que la propia ley, su interpretación y aplicación prácticas, conspire en contra de los intereses de la mayoría de la sociedad. De hecho, y siguiendo el reguero lastimero que ha dejado el testimonio corrupto de esa economía cultivada las cloacas de la inmoralidad, podría decirse que la justicia y la legalidad que han intervenido se están comportando de un modo tan repugnante como insidioso. Esa España de quienes se dicen ser sus representantes más cualificados ha estado durante años cimentada en un inmenso lodazal de corrupción y en un clamoroso incumplimiento de la ley.
¿Representan los políticos a las instituciones públicas del Estado de Derecho? Ni formalmente. No lo hacen en los ámbitos y situaciones que vienen señalados por la propia ley. Lo más habitual es que, cuando la ley entra en conflicto con sus creencias personales, dan un puntapié a la legislación sustituyéndola por costumbres y tradiciones atávicas, por no decir irracionales y supersticiosas.
Si la constitución establece que “ninguna confesión (religiosa) tendrá carácter estatal” (16.3), se deduce que las instituciones públicas del Estado serán no confesionales. Así que, quienes dicen representar formalmente y constitucionalmente a estas instituciones, deberían mantener en su comportamiento oficial y público una neutralidad o aconfesionalidad absoluta, so pena de incurrir en inconstitucionalidad manifiesta.
Dicho de un modo coloquial: a ningún representante público se le debe ver el plumero confesional cada vez que asiste a un acto público. Y a ningún representante público debería siquiera pasarle por la cabeza la tentación metafísica de asistir a una misa o a una procesión confesional, sea católica o mormona, en “cuerpo de ciudad” como dicen en Pamplona.
Siendo tan clara y tan taxativa la declaración de no confesionalidad por parte de la Constitución -para comprenderla e interpretarla no hace falta hacer un máster con Habermas-, resulta escandaloso el permanente incumplimiento que se hace de dicho carácter. Un carácter que debería ser la marca sustancial de cualquier representante de una institución pública. Sin embargo, la jefatura del estado, los ministros del gobierno, los diputados de cualquier autonomía, los alcaldes de los ayuntamientos, las escuelas, el ejército, los hospitales, las universidades, los cementerios, los parlamentos regionales y cualquier institución pública que consideremos al uso, incumplen una y otra vez con premeditación y alevosía –si lo hicieran inconscientemente sería para darles con un martillo en la cabeza-, lo que ellos mismos han establecido como característica del Estado: su naturaleza no confesional.
Lo más alarmante del caso es que nadie se alarma por este incumplimiento de la legalidad. Que los ministros se abracen al cabestro de Santiago Matamoros, que juren su cargos ante la biblia o ante un crucifijo, que asistan a misas, rosarios y procesiones, que invoquen a santa María en cualquiera de sus versiones, virgen del Pilar, del Rocío, de la Almudena, para implorar su intercesión para solucionar cualquier ébola del momento, que ofrezcan la ciudad, el parlamento y España entera a la víscera cordial del Nazareno o de su santa madre, les parece normal y ajustado al Estado de Derecho Aconfesional en que vivimos.
Para colmo, a quienes estamos exigiendo que se aplique pragmáticamente la Constitución que ellos mismos presentan como el más depurado legado catecismo civil, nos tratan de intolerantes, de sectarios, de anticlericales, practicantes de un laicismo tan agresivo como decimonónico. Cuando lo único que pedimos es que sean consecuentes con la defensa del pluralismo confesional que establece la constitución.
En contra de lo que de dictamina la Constitución, España no ha dejado de ser nacionalcatólica. Es más, en la segunda parte del artículo 16.3 –que es pura contradicción con lo que se dice en la primera-, se afirma que “los poderes público tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones colaboraciones con la Iglesia católica y las demás confesiones”.
Esto supone que sobra una de los dos partes de dicho articulado. O se opta por no confesionalidad del Estado, lo que significaría un respeto absoluto al pluralismo confesional y no confesional de la sociedad, o se opta por seguir mimando las particulares maneras que tiene la iglesia católica de hacer que su religión se imponga en todos los ámbitos. Dicho de forma resolutiva: o se reforma o se deroga dicho artículo. Tal como está, es una contradicción y un insulto a la inteligencia.
De hecho, la cooperación que los poderes públicos mantendrán con la Iglesia -la referencia a las demás confesiones es puro cinismo- se traduce en un sometimiento absoluto de dichos poderes a la Tradición católica de este país.
La apelación machacona de los representantes públicos para escaquearse del cumplimiento de la constitución es aducir que “siempre se ha hecho así”. Si fuéramos a conservar del pasado lo que se ha hecho siempre, estaríamos todavía en los albores del canibalismo.
Convertir la tradición en el único argumentario posible para dilapidar de forma continuada la declaración de no confesionalidad del Estado, es signo de debilidad mental. Históricamente, cuando la tradición sustituía la inteligencia y el respeto a la hora de razonar para descubrir la verdad, el resultado era la imagen de unos heterodoxos quemados en una hoguera.
Cuando la única excusa que se postula es la tradición, lo que se reivindica es el inmovilismo, la parálisis social, el envilecimiento racional. Una tradición en cuanto se instala ya es vieja. Y, si la cohesión social la fundamos en costumbres y en tradiciones asumidas sin crítica alguna, eso significa que la base de nuestras relaciones sociales no tienen solidez alguna y constituyen el origen de conflictos permanentes.
El enfrentamiento entre tradición y constitución es cada día más notorio. Sobre todo, cuando se presentan ciertas tradiciones como únicos argumentos de una teocracia que no encaja en el entramado de una constitución que apuesta por el pluralismo y el respeto a las diferencias. Las tradiciones confesionales de este país lo que hacen es jibarizar el pensamiento de las gentes y hundir su inteligencia en el mimetismo y en la banalización. Como diría Mencken, la tradición es el último y único recurso del incompetente.