He aquí, probablemente, la trinidad más letal que haya existido jamás, la que por su causa más muertos se han producido en la historia de los pueblos. Y, por desgracia, se siguen produciendo. Las tres categorías gozan aún del puñetero atributo de desencadenar en las gónadas de los individuos unas intensas inclinaciones por deshacerse del vecino a toda costa. ¿Imaginan un mundo sin Dios, sin Patria y sin Rey? Imposible.
Aunque los carlistas intentaron patentar el lema en exclusiva, lo cierto es que no ha habido tendencia política más o menos mayoritaria como organización partidista, que no la haya utilizado como zanahoria de las masas. Los bizkaitarras tiraron de Dios y de la Patria, pero, caso de haber tenido un rey de Abando en lontananza, habrían hecho lo mismo. Como no dispusieron de él, tiraron de las leyes viejas, que para el usufructo, lo mismo. Otro ardid más, bien dibujado por Platón, al servicio del poder.
Fijémonos en los himnos. El del carlismo es impagable. Denominado Marcha de Oriamendi, o sencillamente Oriamendi, describe perfectamente su voracidad caníbal inspirada por estos tres fetiches: “Por Dios, por la patria y el rey lucharon nuestros padres; por Dios, por la patria y el rey lucharemos nosotros también”. Y no mentían, no. Lo demostraron con creces durante la guerra civil.
Como curiosidad de esas ironías que tiene la historia, digamos que la partitura musical de ese himno sin letra la compuso, según leyenda, un músico inglés y arreglada por un liberal donostiarra, que le puso letra en euskara. Se cuenta que, cuando las tropas carlistas entraron en el campamento cristino-liberal en Donosti durante la Primera Guerra Carlista, en 1837, arramplaron con todo, con armas, con uniformes y con la dichosa partitura ágrafa.
El Oriamedi fue el grito de guerra del Requeté y elevado a categoría de himno nacional de la llamada España Nacional. Junto con el Cara al Sol de la Falange y la Marcha Real, con letra de Pemán, fueron los himnos oficiales de los facciosos. Solo un detalle más. El Oriamendi fue censurado en una de sus estrofas. Donde Baleztena había escrito “venga el rey de España a la corte de Madrid», se sustituyó por “que las boinas rojas entren en Madrid”.
Una manera clamorosa de que supieran todos, especialmente los carlistas, que a Franco la monarquía, carlista o no, se la sudaba. Que los carlistas apoyaran a los fascistas sigue siendo un misterio, no teológico, pero sí estratégico e ideológico. Al fin y al cabo, las guerras que se sacaron de la manga en el XIX tenían su razonable sentido, que hasta Navarro Villoslada lo veía, pues luchaban por colocar en el caldero del trono a un borbón legítimo, pero en el 36, ¿qué sentido tenía ir a una guerra si no era por su rey?
Es muy posible que a partir de este hecho, reflexionado a posteriori, el carlismo entrara en coma catatónico y despertara de su letargo cavernícola diciéndose a sí mismo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué nos has abandonado?”. Algunos dicen que la ideología del carlismo está ya trasnochada y pasada de rosca. Me refiero al carlismo clásico, no a su deriva socialista que tiene menos interés aún. Pero, pasada o no de tuerca, lo triste del caso es que en este país sigue funcionando el tridente Dios, Patria y Rey con tanta euforia o más que cuando lo enarbolaba el requeté.
En mi opinión, los carlistas siguen ganando esta batalla con creces. La presencia de Dios en la sociedad actual es como en tiempos del nacionalcatolicismo, aquel tiempo que el propio carlismo apuntaló con fiestas y tradiciones populares dignas del medievo. Nunca conviene olvidar que fueron los carlistas de principios del siglo XX quienes acuñaron la revelación dogmática de que “Navarra fue cristiana antes de Cristo”. Y allí estaban los carlistas para certificarlo y escribirlo en la piel coriácea de un cabrón.
Este Dios solo ha muerto en las páginas de los filósofos. Porque hoy, en España hay procesiones católicas a manta, crucifijos por todas partes, juramentos de ministros de gobiernos aconfesionales e imágenes de arcángeles visitando parlamentos para fumigarlos del laicismo, supongo. La España negra por la que tanto suspiraron los carlistas irredentos del XIX resurge cada semana santa en España y qué duda cabe que tal esplendor de mierda oscurantista se debe a la influencia de su Oriamendi.
La patria por la que luchaban los carlistas fue siempre España, no Calcedonia. Su serie de reyes aspiraron a gobernar España, no solo Navarra, como sí hizo Enrique III, que era borbón. En cuanto al dibujo que se hacían estos carlistas de esa España podemos imaginarlo si recordamos cómo se manifestaron, antes de que se aprobara, contra el sufragio universal, la democracia, el parlamentarismo y la soberanía popular. Los de El Pensamiento Navarro decían gráficamente que “su voto era el máuser”. Desde luego, ni la defensa de la democracia ni de las libertades individuales estuvo en la agenda del carlismo hasta que se cayeron del andamio bien entrado el siglo XX.
En cuanto al rey, es verdad. Es lo más sangrante que les ha podido pasar. Tiene que escocerles. Es con mucho lo peor. Sobre todo, viendo el ridículo que han hecho sus primos hermanos, descendientes, además, del bastardo Alfonso XII. Menuda afrenta. Seguro que cualquiera de la ristra de reyes carlistas se hubiera portado a la altura de las circunstancias, cuya altura y circunstancias ignoro por completo.
Pero los carlistas no deberían lamentarlo. Pues, finalmente, los otros borbones, sus primos hermanos, lo que han hecho es lo que ellos mismos hubieran hecho: mantener una monarquía ungida por la Providencia y la Santísima Trinidad. Para este viaje, igual daba Carlos María Isidro, Sixto, Jaime que cualquiera de los Juan o de los Alfonso. Todos impuestos por la vía rápida de la autoridad genuflexa, política o militar, y el aplauso mediático pestilente.
Los carlistas han tenido mucha suerte. Aunque ninguno de sus reyes titulares accediera al trono, el sistema de gobierno por el que se ha regido este país sí lo ha hecho, gobernara quien gobernara –siempre con la excepción de las dos repúblicas y dictaduras militares- inspirado por el lema Dios, Patria y Rey. Y lo sigue haciendo en la actualidad. En este sentido, casi todos los políticos son carlistas. España sigue transpirando nacionalcatolicismo por todos los poros de su piel, no solo en la ciudadanía, sino en las instituciones, en las que sus representantes, ministros y alcaldes, juran y prometen sus cargos delante de un crucifijo.
La patria sigue donde estaba, un tanto convulsa y halitósica perdida, pero patria, al fin y al cabo, y por la que todavía hay gente dispuesta a morir y, por tanto, a matar. Un rey que se va, y un rey que se viene, y encima, un primo borbón. Y Dios sigue donde estaba. ¿Qué más se puede pedir?
El espíritu de los carlistas sigue tan fresco como en 1834. Y su tridente mortal, Dios, Patria y Rey, más todavía. Al final, va a ser cierto que los carlistas, como decían sus correligionarios integristas de Nocedal, eran los elegidos por la Providencia cuya voluntad se expresaba en la iridiscencia del rabo de sus boinas.