Podemos ser ingenuos y aceptar que el cambio político que deseamos será resultado de un cambio de ideas y de principios. Y podemos seguir siendo más ingenuos aun, considerando que un cambio político generará un cambio de ideas en la gente. Puro espejismo. Fijémonos en las leyes. Puede que ayuden a cambiar el comportamiento, pero no mucho. De hecho la mayoría de los crímenes que viene perpetrando el homo erectus desde que se bajó de aquel manzano sigue en su esplendor más glamuroso, a pesar de contar con leyes y castigos tan severos como la pena de muerte.
Distinta perspectiva sería si hablásemos de cambiar de mentalidad. Las ideas tienen fecha de caducidad. Casi siempre en función de intereses nada ideológicos. La mentalidad es otra cosa. Es el modo de pensar y sentir. La forma sustancial que determina y afecta a cuanto recibimos del exterior. Adorno hablaba de la «personalidad autoritaria», que predispone al individuo a aceptar y adoptar creencias, y a rechazar a cuanto las contradijera, personas, hechos e ideas. Su embudo mental no le permite decantar otro tipo de concepciones, de interpretaciones, de valoraciones…
Decían los escolásticos que «todo lo que se recibe es recibido según la forma del recipiente».Tenían razón. Reparemos en el recipiente mental de los políticos profesionales. Les cuesta un esguince dejar entrar en él aquello que daría al traste con la misma la existencia de dicho molde. Su recipiente es de partido y, por tanto, partidista, es decir, estrecho e inflexible. Nada moldeable.
Desengañémonos. No es difícil cambiar las ideas. Si a los políticos les creciera la nariz u otra protuberancia visible, cada vez que lo hacen, nadie se metería en política. Los socialistas defendieron la autodeterminación de Euskadi, entre ellos Rubalcaba; el expresidente Sanz afirmó que, si Navarra decidía integrarse en Euskadi, había que aceptarlo; Alli, como otros, hablaron de la necesidad de dialogar con ETA… Y González y Aznar, ni mentarlos. Las ideas no comprometen; las ocurrencias, menos. Si son de políticos, echémonos a reír.
Las mejores ideas de este mundo cuando caen en un recipiente obtuso, sea el de Roberto Jiménez, hay que darlas por perdidas. Se degeneran. Una idea de Marx en la concavidad craneal de Jiménez sonaría a hueco. La metáfora del recipiente podría explicar muchos de los comportamientos autoritarios, no solo de la elite política, sino del propio individuo. Su homólogo comparativo sería el bandido Procusto y su famosa cama criminal. Ajustamos en nuestro lecho mental lo que sucede. Y lo que no se ajusta, lo cortamos y lo alargamos hasta dejarlo a la medida de nuestra ideología, la que permite filtrar nuestro recipiente. Jibarizamos ideas, personas y proyectos ajenos hasta reducirlos a nuestra semejanza.
Lo que falta es una racionalidad consensuada sobre la base de verdades contradictorias. Algunos enarbolan la bandera de marginar lo que nos separa y optar por lo que nos une. ¡Qué bonito! No se percibe que lo que nos separa es lo que hace que seamos como somos. Y que, si se renuncia a esa diferencia. ya no somos lo que somos.
La tolerancia es un engaño y, si es santa, como la que predicaba el fundador del Opus, un sarcasmo. Solo tolera quien tiene poder. Navarra, por por ejemplo, ha sido una sociedad muy, pero que muy tolerante. Ha tolerado ejemplarmente a quienes bailaban al compás de la jota del poder político y religioso. Este toleró siempre a quien respetara el orden constituido. De este modo, toleró a los creyentes, pero no a los ateos. Y ya es sintomático que el estreno del siglo XX, Navarra lo iniciara excomulgando públicamente a un ateo como el republicano Basilio Lacort.
Visto lo visto, sería bueno que entrásemos en la esfera discursiva del respeto a los derechos de las personas y de las libertades individuales, y que dejáramos de apelar a abstracciones y valores que no se tocan con las manos. Queremos marcos formales plurales, recipientes amplios, donde entre todo, donde se pueda decir todo y hacer todo. Donde cada cual piense lo que le dé la gana y crea lo que le dé la gana. Una sociedad, donde el ciudadano dé cuenta de sus actos, pero no de sus ideas. De lo que hace, sí, pero no de lo que cree. Una sociedad autónoma, libre de ataduras heterónomas y transcendentales, provengan estas de la religión como de la política.
Algunos suspiran por un cambio político, autonómico y europeo, porque tras él vendrán los distintos cambios que desean. Pero no vendrá nada. Si este cambio depende de quienes han mostrado poseer idénticos recipientes craneales desde los tiempos del beato Suárez, apaga la vela, Juana Mari.
Las instituciones actuales no sirven, porque los hombres que las ocupan, y ocuparán dentro de cuatro días, repiten y repetirán los mismos esquemas y estereotipos en relación con su funcionamiento. Para que haya un cambio en las instituciones es necesario que las personas sean distintas. La distancia entre las instituciones y la ciudadanía se ha agrandando tanto que es imposible encontrar a alguien que crea en ellas y considere que están al servicio del bien público.
Existe una absoluta desconexión entre los ciudadanos y las instituciones. Estas hace tiempo que no contemplan la posibilidad de una participación de la ciudadanía. Al final, todo lo resuelven los expertos porque, como se dice, son los que saben. Pero el saber no siempre es sinónimo de bondad, ni de verdad, a pesar de que lo pensara Platón. O, quizás, porque lo dijera Platón tenemos más motivos razonables para no creer en tan indisoluble relación. Hace ya mucho tiempo que las relaciones entre verdad y bien se hicieron añicos. El saber no conduce al bien ni a la verdad, sino, muchas veces, al estupro, al cohecho y al tráfico de influencias. Muchos jueces conocen la verdad de muchos delitos y, sin embargo, no son congruentes con ella y dictan sentencias que son atentados contra la ética.
El poder tiene dos orígenes. El primero tiene que ver con la subjetividad de cada uno, pero no se puede identificar con una persona, con un grupo o con una clase social. Es la sociedad quien lo ejerce sobre los individuos de un modo tan sutil como férreo. El segundo poder nace en un contexto que hace imposible el cuestionamiento del primero. Gracias a un proceso de socialización, lo interiorizamos de tal modo que reducimos la política a una dimensión jurídico-estatal. De este modo, nos limitamos a luchar por la transformación de las instituciones, pero no por cambiar las relaciones entre la sociedad y sus instituciones.
En realidad, no es necesario cambiar las instituciones. Lo que se necesita es que las ocupen políticos con una visión distinta de cómo deben relacionarse con la sociedad, es decir, con personas reales, vapuleadas por políticas neoliberales tan injustas como crueles. Si dichas instituciones no sirven para este fin, dará lo mismo quiénes sean sus inquilinos. Y sobraría decir que, quienes las ocuparon hasta la fecha, harían bien en tomarse unas vacaciones sine die. Demostraron poseer un embudo mental de acero inoxidable.