He aquí enunciadas dos nociones habituales en el argot del profesorado: una explícita, dar clase, y la otra, implícita, el miedo a perder el tiempo. Al parecer, existe una especial sensibilidad docente gracias a la cual cierto profesorado es capaz de distinguir cuándo sí y cuándo no da clases. Gracias a un imaginario sexto sentido perciben los muy agraciados cuándo tienen la sensación de estar dando clases y cuándo la tienen de estar perdiendo el tiempo.
Ahora bien, ¿qué significa dar clase y perder el tiempo en el aula?
No es fácil encontrar una respuesta que contente el ego profesional del profesorado. Mi tesis es que las razones que llevan al profesorado a plantearse este tipo de dilemas tienen que ser producto de algún tipo de esquizofrenia o de bipolaridad. O, más propiamente, de bisoñez e inexperiencia profesional. Cuando se es inexperto, lo que parece cara es cruz, y lo que es cruz parece cara. Menos mal que este infeliz profesional no tardará en descubrir que se trata de la misma moneda, el haz y el envés de un mismo acto. Y, si no lo descubre, será terrible para quien tenga que padecer sus neuras pedagógicas. Cultivará el rigor mortis de la tiza durante su periplo curricular para sufrimiento del pobre escolano. Así que lo mejor que podría hacer es cambiar de profesión cuanto antes. Lo agradecerá su posible alumnado y, por supuesto, su nivel de colesterol.
Cualquier profesor, que tenga algunos años de desgaste curricular a sus espaldas, sabe que desde el momento en que entra en el aula no deja de dar clase. Ya se trate de nociones prácticas de urbanidad, de educación, de higiene, de respeto, en fin, de aquellos elementos que conforman cualquier relación saludable entre personas bien nacidas. En este campo, gravitatorio donde los hubiere, nadie, profesorado y alumnado, no deja de enseñar lo mucho o lo poco que sabe.
Cuando alguien se plantea este falso dilema que insinúa el título del texto, es que no acepta que la situación del aula sea un espacio y un tiempo en el que enseñan todos y aprende el que quiere aprender. Y muy mal lo pasará aquel profesor que no esté por labor de aprender de su alumnado.
Podría decirse que hay una gradación en el modo y manera de sentir el ambivalente sentimiento de tener conciencia de dar clase y de estar perdiendo el tiempo en el aula.
Seguro que quien explica al alumnado la distinción entre nombres propios, comunes y epicenos, sentirá que está dando una clase importante. Y sentirá un subidón de adrenalina si, en lugar de explicar qué es un humilde artículo, se dedica a disecar la estructura de una subordinada sustantiva de complemento directo en un texto de Cervantes. En su imaginario pedagógico, no goza de la misma importancia explicar el funcionamiento de los verbos ser y estar, tan humildes ellos, que los verbos defectivos e irregulares. Lo mismo sucede en el campo de las ciencias. No genera en el neuronal la misma satisfacción idiota hacer sumas en un aula de primaria que resolver integrales en cursos superiores.
Pero seamos más precisos. Hay un profesorado que solo se siente realizado cuando explica el funcionamiento de cualquier partícula gramatical. Y esta, cuanto más enrevesada sea, mejor será para su autoestima. Tanto es así que, si no existiera la gramática, muchos profesores no sabrían qué hacer para sentirse realizados. Si desapareciera la gramática del aula, se volverían eunucos de la tiza.
Este mismo profesorado considera que escribir en el aula cualquier cotufa creativa, sea un Lipograma, un Limerick o inventar palabras maleta que tanto gustaban a Lewis Carrol y entusiasmaban al gíglico de Cortázar, es una manera sublime de apostar por la más sobresaliente inutilidad. Y es que, los muy utilitaristas, aún no han descubierto la sabiduría que encierra la caja sublime de la utilidad de ciertas prácticas y entusiasmos inútiles.
Es penoso y triste que las aulas estén ocupadas por un profesorado que no ha descubierto aún el encanto útil de la inutilidad de ciertas prácticas escolares, tanto referidas a la oralidad como a la lectura y a la escritura. Siguen prefiriendo enseñar el funcionamiento de los verbos irregulares, el valor del pronombre se y la clasificación interminable de las perífrasis verbales.
Son profesores que saben mucho sobre los adjetivos y los verbos, pero nada saben hacer con ellos. Se han convertido en taxidermistas del lenguaje. Y nada hay tan incompatible con la lengua como la parálisis y el embalsamiento de las palabras. En muchos aspectos, cabría decir que el ocaso de las palabras que padecemos en la actualidad tiene un origen más o menos mediato en la desidia del profesorado por no despertar dicha sensibilidad palabrática en su alumnado. La puntilla la pone, desde luego, la propia sociedad, invadida por las termitas de la prisa y del utilitarismo más ramplón.
La gramática es una maravilla, pero solo cuando la ponemos en funcionamiento. La literatura universal lo confirma. Todo concepto gramatical lleva implícito una propuesta de creación literaria que es preciso descubrir y practicar.
El profesorado, no sólo debería preocuparse por enseñar lo que sabe sobre artículos, nombres y verbos, sino que tendría que esmerarse en que el aprendizaje de tales partículas se convirtiese en un instrumento práctico de la comunicación del sujeto que los aprende. El niño debe saber por vía práctica que el sujeto, el nombre, el verbo y el adjetivo son más que meros significantes que están ahí para amargarle el día. Si la enseñanza de la lengua no se transforma en un aprendizaje significativo y procedimental –sé lo que es un adjetivo, pero también conozco su poder comunicativo-, entonces, será una pérdida de tiempo.
Cada día que pasa se entierran un montón de palabras debido al afán utilitarista que busca lo rápido y lo productivo en lo que emprende. Sería una pena constatar que, en el origen de ese cementerio de palabras progresivo, fuera el profesorado uno de sus responsables directos por no haber despertado en su alumnado, cuando pudo hacerlo, esa inclinación fervorosa por la utilidad inútil de ciertos aprendizajes… como escribir poemas o cuentos anagramáticos en el aula. Quien lo probó, lo sabe.