A nadie podremos reprocharle que tenga convicciones personales, sabiendo que conseguir un manojo de ellas cuesta el trabajo de una vida. Máxime, si, como se dice, es producto de la elaboración destilada del propio pensamiento, cosa que siempre estará por ver.
Nadie es dueño de sus convicciones personales. La mayor parte, por no decir toda la parte de ellas, es herencia del campo ideológico en el que uno vive. Las convicciones personales, como los hábitos de cualquier naturaleza, son destilación del tute dialéctico que uno mantiene con la realidad que le ha tocado. Adquiere y soporta aquellas que le sirven para sobrevivir del modo más digno.
A veces, lo importante no es saber lo que pensamos sobre esta o aquella parcela de la realidad, sino conocer el porqué de esa convicción. ¿Por qué pensamos lo que pensamos sobre la crisis, el aborto, la unidad de España y la existencia en el más allá? Probablemente, si conociéramos el origen de nuestras convicciones dejaríamos de tenerlas.
Una cosa es tener las ideas que se dicen que se tienen sobre algo y muy otra la razón por la que aseguramos que las tenemos.
Y está, también, no solo la calidad, sino la cantidad. Es muy extraño que existan tantísimas personas que tengan convicciones personales acerca de la misma realidad. Sin duda que se trata de sujetos muy cualificados y con un coeficiente intelectual muy elevado, pues les permite absorber las ideas de los demás sin dificultad y presentarlas, a continuación, como propias.
Esta gente parece olvidar los procesos por los que pasa una idea para convertirse en convicción personal. Para que una información se transforme en una idea, en pensamiento o en convicción, es necesario mucho reposo y mucha reflexión en la marmita cerebral de nuestras meninges.
De hecho, hay convicciones que no se basan en procesos mentales, sino en apreciaciones superficiales. Lo confirma el hecho de que cada dos por tres, escuchamos decir a los mismos ganapanes las siguientes memeces: “Estoy convencido de que el país saldrá de la crisis”, “tengo la convicción de que seremos campeones de invierno”, “les aseguro que nunca traicionaré mis convicciones”; “agradezco su propuesta, pero va en contra de mis convicciones”; “sin convicciones, es imposible hacer algo digno de aplauso”, “tengo la profunda convicción de que Madrid será capital olímpica”, “mi convicción personal me dice que la Infanta es inocente de los cargos que se le imputan”.
Quien tiene convicciones personales, rara vez hace ostentación de ellas. Pues sabe que hacerlo es una manera de manifestar que no se tiene ninguna. Las personas que no alardean de convicciones no carecen de ellas, pero saben que vivirlas de un modo u otro hace que sean más agradables de soportar por parte de los demás.
Acerca de la peligrosidad de las convicciones se podría decir que, así, en general, no son peligrosas, porque, probablemente, para empezar ni siquiera son convicciones, sino impresiones superficiales de las cosas, que se desbaratan en cuanto se les quite su aparente brillo.
El problema cambia cuando dichas convicciones personales existen y pertenecen a alguien que ejerce el poder público y, para colmo, alardea de ellas. Es el caso del actual ministro de Justicia, sr. Pérez Gallardón.
Gallardón es de esos tipos que, no solo presume de tener convicciones personales, sino que, mucho peor, quiere imponerlas en formato de ley, sometiendo al resto de la ciudadanía a su voluntad, importándole poco si respeta o no el pluralismo existente de las convicciones del resto de la ciudadanía.
Confundiendo el plano de la representación política con el plano de lo personal, cosa complicada de evitar, ha dicho que él “tendría un hijo con malformaciones graves” porque “es una convicción personal”.
Imagínense, ustedes, la cantidad de leyes injustas o estrambóticas que se podrían establecer si cada ministro impusiera sus “convicciones personales” relativas al sexo, al deporte, a la gastronomía, a la gimnasia y a la religión, saltándose a la garrocha el amplio pluralismo ideológico existente sobre dichas materias. Y apoyándose únicamente en una mayoría parlamentaria, como si esta fuese garante de la equidad y justicia de una ley.
A Gallardón le importa muy poco el hecho de que existan millones de convicciones que no coinciden con la suya, porque, amparado en el poder que le da el ministerio de un gobierno, impone la suya como la mejor de las convicciones que se puedan tener respecto del aborto. Estaría bien que Gallardón analizara cuál es el origen de su convicción personal que tanta seguridad arrogante le da ante las diferentes convicciones de los demás. Debería reconocer que la suya es convicción contaminada por la religión católica que profesa. Lo suyo no es una convicción propiamente dicha, sino un dogma, un acto de fe, que no ha pasado por la verificación empírica más común, y que él ha mamado en la teta nutricia de una familia ultra nacionalcatólica. El peligro de esta convicción radica en la ansia confesional tóxica que le anima y que le lleva aplicarla urbi et orbi a una población plural. Gallardón se mueve más por ser coherente consigo mismo que por el bien o mal que pueda producir en las demás personas. Nada extraño en un carácter tan ególatra como el suyo.
Gallardón olvida que es ministro de un gobierno de un Estado aconfesional, según marca la constitución, que es la suya. El fundamento de su convicción personal es, sin embargo, confesional –algo que no reprocharé-, pero sí es reprobable la aplicación que hace de ella, ya que no es respetuosa con quienes tienen otra religión y con quienes no tienen ninguna. Gallardón se salta a la garrocha el pluralismo ideológico, incluso religioso, de la sociedad, que es, ante todo y sobre todo, plural y diversa.
Lo que Gallardón hace es aplicar el principio de que el embrión es una persona, el cual, no procede del conocimiento científico, sino de la religión católica. Se basa en una idea religiosa mediante la cual postula una ley acorde con ella. Pero, legislar basándose en ideas religiosas previas que fundamentan convicciones personales en un Estado Aconfesional, no parece ser lo más conveniente, ni lo más respetuoso, teniendo en cuenta el pluralismo existente sobre esta materia.
En cuanto a saber si el embrión es persona o no, particularmente no tengo ni idea. Pero, dado que Gallardón es más religioso que un kirieleisón, le convendría recordar lo que decía santo Tomás de Aquino, una doctrina que sigue en pie de guerra dogmática y nunca puesta en tela de juicio, ni siquiera por Rouco Varela y sus monaguillos. Dice el Aquinate: “Dios introduce el alma racional cuando el feto es un cuerpo ya formado; de lo que se sigue que, después del inicio del Juicio Final, cuando los cuerpos de los muertos resuciten, en dicha resurrección los embriones no participan, puesto que en ellos no infundió nunca Dios el alma racional y, por lo tanto, no son seres humanos”
Ergo, si no son seres humanos, no son personas.