A pocos se les escapará la importancia psicoanalítica, política, social, económica y antropológica que tiene el fútbol. Su influencia en el comportamiento concreto de algunos individuos no diré que es absoluta, pero casi. Así como algunos dicen que son lo que leen, también, cabría afirmar que otros son lo que el fútbol les da y ellos, recíprocamente, devuelven al equipo de sus colores. Hasta aquí nada que objetar. Pero, para no perder el norte del juicio, aceptemos sin muecas que nadie agota en un acto, incluso tratándose de un asesino, la rica complejidad de su inteligencia y de su sentimentalidad. Así que aceptemos que hasta los muy forofos tienen en su almario un lugar especial para encender una vela, además de a un balón, a su mamá y a sus retoños, caso de tenerlos.
Claro que, dada la fogosidad con la que algunos viven la pasión futbolera, sería aconsejable para su equilibrio personal no tener hijos y, por lo mismo, no apasionarse bíblicamente por ningún animal semejante, sea masculino, femenino o epiceno. Una pasión de esas características tan absorbente requiere todo el tiempo del mundo para vivirla como se merece. Si no, no tendría la vitola de pasión alegre, como diría Spinoza. Y da lo mismo que se hable de pasión por el fútbol que por la esgrima o por la filatelia. Es igual. Están a la misma altura o bajura antropológica que cualesquiera de las otras pasiones que tenemos como más dignas del espíritu: la gimnasia, la gastrosofía, la escritura, la mística, la papiroflexia y el café, copa y puro.
La gente que vive con entusiasmo –entusiasmo en griego significa estar poseído por los dioses-, una pasión merece el aplauso de sus contemporáneos, toda vez que vivimos tiempos en los que es muy difícil, por no decir imposible, cultivarlas sin menoscabar la dignidad, sobre todo, si exigen un buen talonario para practicarlas, sea el golf, el esquí, el winfly o el puterío-voyeur al estilo Proust.
Nadie ignora que las aficiones y pasiones son creadas por el medio social en que uno se desenvuelve y que, si no se ajustan al canon pasional establecido por dicha sociedad, el Estado las capará sin miramiento alguno por nuestro bien. No extrañará, por tanto, que existan especialistas en mercadotecnia pasional con el fin de explotarlas en beneficio del sistema que las sostiene. Y ello sin reparar en matices ni delicadezas. De ahí el peligro latente de las pasiones individuales transformadas en pasiones colectivas, catalogadas como signo de identidad personal. Tanto que muchas personas no son sin el referente de su equipo de fútbol. Les quitas el fútbol y es como si los dejaras en cueros o como si les birlaras a otros su bandera, su literatura o su guardia mora. Pero no hay que asustarse. El ser humano está formado por un girón de identidades, provenientes de muy diversas fuentes: la religión, la lengua, las fiestas patronales, la música y el patorrillo.
El terreno de las identificaciones colectivas es el terreno del exceso. Una borrachera muy difícil de no pillar. Lo hace hasta el Borbón Father, el amigo de los elefantes de Botswana. No solo le pierde su psicomotricidad subiendo o bajando escalinatas, sino que, también, cae en la tentación para superarla asistiendo a selectos partidos de fútbol. Pero en el caso del borbón sucede algo que no se da en el comportamiento del resto de los humanos. Estos son lisa y llanamente ciudadanos –o súbditos según se mire y en muchos casos-, mientras que en el rey se da un plus de identidad. Es rey y, cuando le apetece, ciudadano, pero nunca súbdito.
Y es aquí, en este dualismo identitario, donde empieza el problema. Porque no está claro en calidad de qué identidad representativa asiste a ciertos eventos y espectáculos públicos. ¿Cómo uno más? No lo sabemos. Ignoramos si lo hace como un forofo vulgar más o como “Jefe del Estado” y “símbolo de la unidad y de la más alta representación del Estado Español”, según el artículo 56 de la constitución.
Poniendo hechos detrás de las palabras, digamos que el problema radicaría en que, por ejemplo, cuando el Rey asiste al Bernabéu para festejar el homenaje a un futbolista, no sabemos en calidad de qué o de quién lo hace. Si su presencia se debe a que solo pretende dar rienda suelta a su pasión futbolera como cualquier vecino de Leganés o, también, lo hace como representación simbólica de todo español, le guste o no el fútbol, lo que sería esquizofrenia, muy habitual en esta democracia representativa.
Puede que a muchos esta locura de la representación monárquica se la traiga floja. Un problema menos que tendrán. Pero a más de uno le ha hecho fruncir el ceño. Es más. Muchos, y no solo ecologistas, sufrieron de lo lindo al ver que su representación simbólica de ser español se dedicaba a matar inofensivos proboscídeos. De algunos sé que, desde ese día, dejaron de ser monárquicos.
¿En qué se le nota al rey que va de rey borbón o de ciudadano a secas? ¿Cómo diferenciar su representación? ¿Hay algún modo de saberlo? Lo ignoro. Pero quienes sí deben saberlo son esos locutores deportivos que hablan más que una cotorra en celo, y que no dudaron en proclamar que la presencia del Rey en el Bernabéu concitaba en su persona el rendido homenaje que “todos los españoles de raza estaban tributando a un futbolista llamado Raúl González”, un tipo providencial que había conseguido la épica de marcar montones de goles a lo largo de su carrera. Y por cuya hazaña, “el Rey y con él España entera le rendían sentido homenaje”.
Si es como dicen estos locutores, entonces, habría que hacer muchas objeciones y enmiendas a la totalidad, pero, dado que el rey como “persona es inviolable y no está sujeta a responsabilidad” (Art. 56. 2) –lo que tiene su retranca en estos tiempos-, habrá que callarse.
En cualquier caso, siempre sería higiénico para aquellos que ven en el rey la encarnación mística y sobrenatural de ser español que, cuando asista a eventos en calidad de tal, lo lleve impresionado en su chaqueta. El día que aparecía por televisión practicando el tiro libre al pobre elefante botswanés, más que un rey parecía otra cosa. Sin embargo, es evidente que disparaba a los elefantes como rey, es decir, como representante de todos los españoles, les guste o no la caza. Si no, no hubiera salido a los días pidiendo perdón a sus súbditos por semejante escabechina, a pesar de que su persona está libre de responsabilidad, según ordena la constitución.
Desde luego, este desconcierto más o menos metafísico se solucionaría dictaminando si el rey lo es a tiempo completo o solo cuando le interesa. Sería bueno saber sin prestarse a error si ejerce su representación simbólica constitucional en todos y cada uno de los movimientos que da, incluidos los pélvicos, por muy torpes que a veces sean estos, o solo cuando lee el mensaje de Navidad.