El capitalismo es el único sistema de explotación económica conocido que ha tenido éxito en las sociedades denominadas democráticas. Tanto que el resto del mundo debe mirarse en ellas si desea obtener idénticos resultados o, cuanto menos, acercarse a su grado de excelencia. Ya es sintomático que las sociedades más fundamentalistas por razones religiosas sean consumadas capitalistas.
Hay quienes dicen que el sistema capitalista es tóxico y corrosivo. E intrínsecamente perverso. Seguro que lo es, incluso, para quienes viven dentro de él sobrenadando en burbujas de champán corruptas. El cinismo no es incompatible con la virtud, ni con la legalidad. Pero, venenoso o no, las relaciones sociales y económicas rara vez alcanzan un grado de perfección absoluta aun cuando se rijan por los principios más sagrados de la existencia. Para muestra, ahí está la santa Iglesia, cuyos aspirantes a la tiara vaticana han sido modélicos en enviar al otro barrio a cualquiera de sus oponentes, máxime si eran obispos, cardenales y papas.
Probablemente, el dinero sea el tóxico que más enturbia la vida de las personas, tengan éstas una idea siquiera del capitalismo. Porque el amor al dinero no lo ha creado dicho sistema, ni el único que lo ha sacralizado en ese grado de ofuscación y que lleva a los individuos a cometer cualquier barbaridad. Recuerden que el purgatorio lo inventó la Iglesia para que pudieran ir allí las almas de los usureros y así saldasen sus deudas contraídas por el pecado de traficar con el parné y pasar centrifugados a la diestra del Padre.
El capitalismo resulta ser tan atractivo y tentador que ha transformado radicalmente la forma de ser moral de algunos individuos. Ha conseguido sacar a flote al míster Hyde que llevaban oculto en el fondo de sus bolsillos. La metamorfosis les ha gustado tanto, no en vano se han hecho ricos gracias al erario, que nadie como estos conversos defenderán con tanto ardor y fidelidad la propiedad privada, muy en especial la suya ya que, para mayor satisfacción, proviene de fuentes que saben inmorales.
El sistema capitalista es tan bueno que corrompe a quienes lo combatieron durante sus años jóvenes. Lo cortejaron tan íntimamente que sucumbieron a sus encantos, terminando por aceptar un yate de lujo, una mansión a orillas del Egeo, un piso en Nueva York y una asesoría en la mejor corporación mundial dedicada a la producción de gas, petróleo, electricidad, armamentos, cemento y prensa. Y, por supuesto, una pensión vitalicia que para sí la hubiese querido el conde de Montecristo.
Parece hasta mentira que un sistema, cuya ideología cabe en un papel de fumar, consiga seducir a personas con un cerebro fogueado por libelos socialistas y comunistas. Quizás, dicho éxito se deba a la simpleza de sus postulados, algo que no sucede en las izquierdas, siempre mareando la perdiz del pensamiento sea por los matices de las comas o los complementos directos de los nombres de las listas en unas elecciones.
Los que están dentro del sistema capitalista son tan buenos que felonía económica que perpetran la hacen desde la legalidad legal o, como ha dictado la Audiencia Nacional en torno al asunto de las preferentes, sin darse cuenta de que estaban haciendo un daño mortal a los ahorradores. Envidiable sensibilidad. Los capitalistas actúan de buena fe cuando roban a manos llenas y no perciben que con sus actos condenen a familias enteras a la ruina. Si lo supieran, se esmerarían muchísimo más y terminarían por destruir no solo las familias, sino, también, a sus herederos. El capitalista, cuando aplasta, aplasta de verdad.
El sistema capitalista no ha tenido tanta y tan buena salud como en esta última década. Cada año económico que pasa, porque el sistema capitalista fecha el transcurso del tiempo por los réditos obtenidos anualmente -nunca por objetivos éticos logrados que eso solo lo hacen los humanistas trasnochados-, los ricos son cada vez más ricos y los pobres más pobres y más numerosos. Nos quejamos, pero si no fuera así, no estaríamos hablando de capitalismo.
Nunca como ahora el sistema capitalista ha gozado de tanta impunidad jurídica. Jamás había infringido con tanta caradura los más elementales principios éticos. La mayoría de los capitalistas cogidos in fraganti de un cohecho no han terminado en la cárcel, sino con unas pensiones apropiadas a su carácter y temperamento de cleptómanos legales y legitimados como los edulcorantes de ciertas salsas. Si esto no es arte, que venga la musa Clío y que lo niegue.
Si el fin primordial del capitalista es que el dinero esté en muy pocas manos, puede decirse que el sistema ha triunfado plenamente. La mayoría de nosotros, pobres mortales, contemplamos la desigualdad actual entre las clases sociales como una infamia. Deberíamos interpretarlo como el signo elocuente de que el capitalismo funciona a las mil maravillas. Habría que alegrarse por saber que al menos un sistema económico inventado por la avaricia humana funciona de verdad. ¿Cuándo la mayoría social ha llegado a un plano mayor de igualdad? Jamás. No seamos cicateros y reconozcámoslo de una vez: dicho espectáculo de uniformidad gloriosa y universal se lo debemos al capitalismo.
Hasta la Iglesia ha terminado por bendecirlo y eso que su encíclica más beligerante, la Rerum Novarum (De las cosas nuevas, 1891), de León XIII, condenó sus intenciones nada compatibles con el cristianismo evangélico. Patética iglesia. La pobre artera ha terminado por imitar los mejores resortes productivos del capitalismo. Tan bien lo ha remedado que en la actualidad tiene más mentalidad capitalista que el dueño de Zara.
El sistema capitalista, no solo es dueño de las fuentes de riqueza de este mundo y sus medios de producción, incluidos los obreros, sino que no hay modo plausible de que esto no vaya a seguir siendo así. Por lo que no se entiende bien por qué la gente se empecina en no hacerse capitalista de una vez.
Reconforta saber que la ley de Wértigo de educación última contemple la formación de los adolescentes en asuntos financieros. Es un gran paso. Educados en los principios fundamentales del movimiento, digo, del sistema capitalista, el futuro será capitalista o no será. Y no habría por qué lamentarlo. Sería tan ilusorio como cínico en un mundo en el que nadie quiere ser ya socialista, comunista menos.
Ni siquiera .lo pretenden los biznietos de Pablo Iglesias. Tan sólo aspiran a una “austeridad inteligente”. Da risa, pero eso dice su corifeo actual.