Se ha comentado mucho la propuesta de ingerir gusanos e insectos de clases variadas para mitigar la carencia mundial de alimentos y que hasta la fecha constituían el abc de las cocinas familiares. Dada la hambruna existente, no extraña que los ecologistas hayan puesto el grito en la constelación de Orión, dado que, si tal idea alimentaria se realizara, la devastación de nematelmintos, himenópteros, lepidópteros y dípteros, incluidos los chupópteros -y otras clases que no nombramos para no herir la susceptibilidad cultural del lector-, sería desoladora.
Dicen que la naturaleza sufriría tal desbarajuste en sus ecosistemas polivalentes que, no sólo desaparecían del mapa cantidad ingente de gusanos, hormigas, mariposas, grillos y mosquitos, sino que la propia tierra sufriría espasmos terribles. Pues ni que decir tiene que los pulmones de la tierra son, además de su continente arbóreo, los animales que la oxigenan y la polinizan.
No ignoramos que la ingesta de insectos, gusanos y otras especies de animales, sean ofidios, saurios o quelonios, es costumbre ancestral en muchas culturas. Unos comen caracoles, pajaricos y ratas de agua y otros se tragan armadillos, serpientes y cocodrilos. Nadie sería capaz de distinguir en el rostro de sus semejantes si lo que comen es legumbre de primera categoría y con denominación de origen, atún y bonito del Cantábrico, verduras de la mejana de Tudela o, sencillamente, chuletas del vecino del cuarto a quien la noche anterior hemos descuartizado en el desván.
La cultura alimentaria de los pueblos tiene estos caprichos y necesidades que, en pro de un relativismo bien entendido, nadie debería discutir, porque, al fin y al cabo, y como decía Darwin, el que tiene inteligencia superior se adapta al medio jodiendo a los demás y termina por hacerse el rey de la selva. Y hoy la selva puede ser una remota aldea de Pernambuco como el centro de la ciudad de Madrid. Porque, gracias a los desbarajustes entre naturaleza e historia, somos más selváticos y es una gracia, maldita gracia, que conseguimos cargándonos la naturaleza en pro de la ciencia, del progreso y de la prima de riesgo.
Puede que la ingesta de lombrices y limacos repugne en primera instancia al sibarita de turno, algo paradójico en quien hasta la fecha no ha dudado en ponerse morao comiendo ostras crudas y huevas de erizos de mar recién extraídos de sus aguas. No hay que preocuparse. Este incipiente asco desaparecerá en cuanto los filósofos cocineros de este país se pongan manos al horno y hagan con tales ingredientes esos platos de ensueño que preparan. Seguro que unas babosas gratinadas al vapor, acompañadas por unas lombrices de tierra, previamente escaldadas en agua de Bilbao y cocinadas por Adriá, serían el plato por excelencia para consumir esta navidad.
Pero, en fin, si, como señalan conspicuos ecologistas, la procuración de insectos para la propia manutención acarrearía un monumental caos en la selva y en los ribazos y huertas del mundo, cabría otra solución menos dañina para la especie animal. Dado que son los países mal llamados tercermundistas los que más consumen insectos, gusanos y animales con cuatro patas, sería bueno que las autoridades fueran acostumbrándolos a ingerir individuos de dos patas, cuyo poder nutritivo y vitamínico, según caníbales ilustres, no es inferior al de unos filetes de serpiente a la brasa.
Para ello sería necesario que las autoridades políticas pidieran la intervención providencial de la Iglesia. No puede olvidarse que la Iglesia fue pionera en enviar misioneros rollizos y monjas apretadas en carnes a lugares inverosímiles para consumo multidisciplinar de los autóctonos. Eso sí, la FAO tendría que dar su consentimiento, que para eso conoce mejor que ninguna institución el potencial de proteínas, calorías que pueda tener el cuerpo de un misionero bien alimentado. Y el papa actual tendría una ocasión inmejorable para demostrar que sus palabras en pro de erradicar la pobreza y el hambre en el mundo no son pergamino en vano. Y ya que, aún no ha deslumbrado al mundo con una encíclica, podría aprovechar el evento hambruno para justificar teológica y antropológicamente la ingesta del misionero como alimento de primera necesidad. En cuya labor seguro que la inspiración solidaria del Espíritu Santo, que para eso es paloma, no se hará esperar. No sería la primera vez que la Iglesia defendiera algo que a los ojos del mundo es una burrada. El hecho de que tales misioneros y sores pasaran ipso facto a engrosar el martirologio de la iglesia sería un argumento contundente para animar a los casullas timoratos y quisquillosos a ofrecerse como alimento para las clases desnutridas. Sin olvidar que su gesto estarían en consonancia con las palabras del propio Maestro: “Tomad y comed, porque esto es mi cuerpo…”.
Es muy probable que las gentes que decidan comerse un misionero tengan problemas a la hora de cocinarlo. Lógico. No es fácil encontrar en esas tierras remotas un Adriá o un Berasategui en taparrabos capaces de hacer buñuelos gratinados con el aire. Para contrarrestar este problema, serían los misioneros quienes instruyeran a sus comensales. Pues cada misionero precisa de una cocina particular y nadie mejor que él para concretar aquella que obtenga de su cuerpo los mejores gustos y sabores. Para unos, guisados será la mejor opción; para otros, el formato de chuletillas a la brasa será el ideal. Seguro que un churrasco de obispo tiene que estar para chuparse los dedos.
Existen, desde luego, otras posibilidades culinarias. Vean, si no, esta receta del “Misionero con pan rallado”, de Topor, tomada de su libro Cocina Caníbal: “Deshuese el misionero, quítele la grasa, la ropa y los accesorios que lo sobrecargan. Píquelo con una o dos cebollas y un poco de perejil. Cuando el misionero esté bastante desmenuzado, ponga un cojón de mantequilla y perejil, en el momento en que esté fundido vierta el picadillo, al que añadirá un poco de tocino que rehogará en mantequilla y espolvoreará con un poco de pan rallado. Cuando el pan rallado esté bien mezclado con el picadillo eche una taza de caldo, sal, pimienta y sírvalo con costras alrededor del plato. Si el misionero o tiene costras, no lo dude, coja de las suyas, nadie lo notará”. Si la palabra costras da un poco repelús, optemos por hojaldres y misionero concluido.
Y nada más, excepto desearles buen provecho si tienen la posibilidad de degustar tales platos. Con el tiempo, quizás, puedan patentarlos en la guía Michelin.