El filósofo Austin en su libro “Cómo hacer cosas con palabras” clasificaba los actos de habla en locutivos, ilocutivos y perlocutivos. Podría decirse que los locutivos son inocuos e irrelevantes, ya que, en principio expresan lo que dicen, sin más alcance pragmático que hacernos ver y notar que estamos ahí. Los ilocutivos van más allá que la mera enumeración verbal, ya que expresan intenciones o finalidades más o menos confesables. En cuanto a los perlocutivos, el panorama es más oscuro y turbio, ya que mediante su enunciación se busca un supuesto efecto en el receptor dentro de unas determinadas circunstancias.
Hasta Austin, estos actos de habla eran analizados bajo la lupa moralista y moralizante, es decir, si eran ciertos o falsos, verdad o mentira. Con el filósofo se pasaría a la esfera del análisis de sus repercusiones en la conducta, tanto individual como colectiva; interesando, sobre todo, si su mera enunciación llevan o incitan a la acción.
Quienes más deberían saber de estos actos de habla tendrían que ser los lingüistas y los profesionales de la tiza curricular. Resulta paradójico constatarlo, pero han sido los jueces quienes han demostrado saber más de lingüística pragmática que todos los discípulos del propio Austin. Casi podría decirse que ciertos jueces han metido en la cárcel a más gente por protagonizar actos de habla perlocutivos que por robar, asesinar y violar. Sin duda, estos actos de habla han sido el pretexto utilizado por algunos jueces para coartar la libertad de expresión en toda su amplitud.
Estos jueces parecen hijos putativos de aquel personaje del libro Alicia a través del espejo, que aseguraba que lo importante no era lo que significaban las palabras, si eran verdaderas o falsas, sino quién era el que mandaba, ya que el poder les otorgaba el significado que deseara. La Reina del mismo libro completaba estas tenebrosas conclusiones con un dictamen tan bien conocido por estas tapias: “Primero, la sentencia; luego, el juicio”. Es decir, primero a la cárcel; luego, Estrasburgo.
La teoría de Austin de los actos de habla perlocutivos es, cuando menos, arriesgada y peligrosa según y quién se dedique a establecer los efectos que una declaración tenga en el ánimo individual y colectivo. Ni qué decir tiene que la ideología, además de otras excrecencias de la propia naturaleza, más animal que racional, se encargará de calibrar el alcance social, político y moral, de dichos actos.
Hasta hace muy poco, los jueces se habían empecinado en demostrar que eran los vascos malos los más experimentados expertos en la utilización de dichos actos. Cada vez que A. Otegi o R. Díez abrían su boca en un mitin, perlocutazo que les caía encima, y, a renglón seguido, los metían en la cárcel, y los incomunicaban.
Tiene puñetera gracia que sea, ahora, la derecha, y, sobre todo, algunos ministros del Gobierno actual, quienes más gusto le han cogido a dichos actos, sin que, paradójicamente, los metan en la cárcel. Recientemente, el ministro de educación eructó uno de ellos conminando a que “hay que españolizar a los alumnos catalanes”, que no comentaré porque roza más la boutade que la perlocución, propiamente dicha.
En cambio, la pedregosa ministra de Empleo, Fátima Báñez, en la fiesta del Rocío en Huelva, sí se deshizo en elogios perlocutivos al proclamar: «el regalo que ha hecho la Virgen del Rocío, aliada privilegiada y embajadora universal de Huelva, en el camino hacia la salida de la crisis y en la búsqueda del bienestar ciudadano».
Un acto de habla de estas características en boca de una ministra de un Gobierno representante de un Estado Aconfesional constituye una afrenta contra la inteligencia en general y contra el FMI y el BCE, en particular. Lo más lógico hubiera sido que estas instituciones pidiesen al unísono el cese de la ministra, por el desprecio intrínseco que su perlocución conllevaba contra ellas. Pero, ladinos ellos, se lo pensaron mejor: “Si los ministros de los países en crisis, en lugar de exigir a dichas instituciones soluciones reales contra el paro y la prima de riesgo, las piden a la Virgen del Rocío o a la Virgen de la Teta, tenemos cuerda para rato”.
Lo que llama la atención es que esta meapilas gastara del erario 4200 euros en un video para convencer a la ciudadanía de las bondades de la reforma laboral, en lugar de repartir urbi et orbi estampas de dicha Virgen, abogada y protectora de dicha reforma.
Pero, sin duda, el acto de habla perlocutivo más punible de estas témporas, habrá sido el protagonizado, qué casualidad, por un fámulo de la ministra Báñez, José Manuel Castelao Bragaño, presidente del Consejo de la Ciudadanía en el Exterior, dependiente del Ministerio de Empleo, asegurando que las «las leyes son como las mujeres, están para violarlas”.
Ignoro en cuántas ocasiones de su vida, como ciudadano y como político, este Castelao habrá violado leyes y ordenanzas, pero podría deducirse que lo viene haciendo desde que tiene uso de sinrazón. Y que lo ha hecho sin pena ni culpa. Al fin y al cabo, considera que violar una ley es como violar a una mujer, es decir, una anécdota, una banalidad, y, lo que es peor, una necesidad. ¿Acaso no decía un obispo que algunas mujeres merecen dicha afrenta, porque la están buscando por su forma de vestir?
Puestas así las cosas, un político, ¿en qué se ha convertido? A la mayoría de ellos los conocemos por lo que dicen, pero muy poco por lo que hacen realmente. Y sucede que, cuando sabemos lo que hacen, es peor. Entonces es preferible no haberlo sabido o habernos quedado únicamente con su acto de habla perlocutivo. Al menos, éste, por la parte que le corresponde, es un hecho que puede quedarse en mera palabrería, como imagen perfecta de la gilipollez estructural en que está instalado quien la profiere.
Eso, o que un juez, aunque parezca un pijo ácrata, intervenga y meta en la cárcel a semejante energúmeno. Pero ya se sabe que los actos perlocutivos, protagonizados por bocazas de la derecha, jamás terminan enjaulados. A lo sumo, se la envainan, asegurando que lo suyo fue tan sólo un desliz locutivo. Sin más.
¡Si Austin levantara la cabeza!