A unos les quedaba París o Ceuta, y a otros nos queda el fútbol. ¡Qué sería de todos nosotros sin él! ¡La de suicidios individuales y colectivos que no habrá evitado durante este mes y parte del que viene! Parece un milagro que una actividad tan simple como la de perseguir durante noventa minutos un pelotón, tratando de introducirlo en una portería formada por tres palos y una red, sea el placebo que más consume la ciudadanía. El problema desde luego no está en el balón, como la responsable de todo no era la gravedad, que decía Einstein, sino que está en otra parte.
Exactamente en algunos ensayistas zumbones que han intentado sublimar dicho espectáculo, emparentando el ejercicio de dar zapatazos a un balón con la reflexión filosófica y ética. Y mejor será no referirse a esa retranca literaria, que tiene su propio palimpsesto en los escritores latinos y griegos.
Albert Camus, que fue un gran forofo y practicante como guardameta del fútbol, escribió una novela autobiográfica titulada El primer hombre, donde confesaba que lo que sabía de ética lo había aprendido en los campos de fútbol y que toda la filosofía de la vida la diseñó mentalmente en esa zona donde “el gol es la sublime culminación de un destino común”.
De estas palabras de quien fuera guardameta del equipo de la universidad de Argel, deduje, entonces, que Camus tenía que tener un cerebro muy cualificado, pues derivar una ética y una filosofía debajo de una portería de fútbol no está al alcance de cualquier encefalograma. Desde luego, no es esa la imagen que desprenden, en ocasiones, algunos porteros actuales. Y, cómo no, algunos futbolistas.
Quizás, de esta actitud de Camus se derive el hecho generalizado de que muchos hablen de la filosofía del equipo, del club y del propio juego. Aún no se ha llegado a invadir el territorio de la ética, pero pronto se hablará de la ética del rondó y de su puesta en escena. Sin duda que el fútbol gana atribuyéndose un tipo de filosofía –ignoramos si de talante platónico, hegeliano, existencialista, nietzscheano-, pero la filosofía no, que, de este modo, queda completamente devaluada.
A no ser que, emulando los postulados de Leibniz, haya gente que asocie el balón con una mónada, aunque, más bien, lo haga con una monada.
Y es que el balón y, a su compás, el destino común universal del gol, quizás, sea, como decía el filósofo alemán, una verdad de razón o una verdad de hecho capaz de consolar el epigastrio de un respetable aturdido por las pellas de la vida. Y, muy probablemente, siendo Leibniz uno de los primeros teóricos de la unidad europea, caso de haber vivido hoy, a esa mónada de la unidad universal europea la hubiese hallado en el balón monádico.
De este sesgo filosófico parece derivar, también, el anglicismo que continuamente escuchamos en boca de platónicos comentaristas: “pases en profundidad”. Hay medio-centros que se han especializado en ellos como son los casos paradigmáticos de Xavi Hernández y Andrés Iniesta. Podría hablarse, en este caso, de futbolistas abisales. Algunos de sus toques son tan profundos que van a dar al fondo de una fosa. La verdad es que los jugadores lo hacen muy bien, dar pases con profundidad, pero, a lo que se ve, los locutores no es que estén en la inopia, sino en la sima de su destartalada verborrea.
Que sigan llamando la atención del espectador con su horrísono grito de “fijaros”, al que una y otra vez recurren estos maestros de la evidencia y de la repetición más cansina, es una lata y una demostración de que ciertas especies son imposibles de mejorar lingüísticamente hablando. En lugar de repetir una y otra vez las jugadas maestras de sus deportistas más queridos, podrían encerrarse en sus estudios y repasar, después de cada partido, sus maneras de estropear la lengua que hablan.
Pero no se piense que sólo es el fútbol quien reverbera filosofía, ética y formas de pensar disciplinadas y metódicas.
El escritor Haruki Murakami sostiene que nada como un maratón para, no sólo pensar, sino, sobre todo, para escribir. Toda la disciplina y concentración que precisa para escribir derivan de los métodos empleados para correr maratones. Lo cuenta en De qué hablo cuando hablo de correr. Nada que objetar. Sólo que la actividad de pensar es tan democrática y generalizada que el ser humano la practica a todas horas, aunque, es verdad, no se nos note demasiado en la práctica.
Un pensamiento que no se traduce en la mejora de los demás, ¿qué es, una idea o una puñalada trapera a punto de instalarse en tus clavículas?
Todo lo que se dice del fútbol cuando uno se pone transcendental, es aplicable a cualquier parcela de la vida. Por ejemplo, sospecho que es lo mismo que debe pensar el profesor de filosofía José Antonio Marina cuando pasa el rato en su jardín, como personaje volteriano y cándido que es, entre hortensias, orquídeas y madreselvas varias. Entre col y col, pensamiento al canto. Pues nada como andar entre una floresta vegetal para ordenar y ordeñar, a continuación, el argumentario acerca de cómo deben comportarse los demás para sentirse felices, autoqueridos y autoestimulados.
Y, siguiendo esta ruta interdisciplinar, habría que añadir que, si andas entre virutas, como es el caso de ciertos poetas carpinteros, ídem de viga. ¿Acaso, existe algún método inspirador de metáforas más sutiles y exquisitas que las caricias tenues y tenaces al vientre reposado de un tronco de abedul?
Los griegos utilizaban para llamar al deporte: ascesis. Los deportistas modernos utilizan, a veces, el vocablo de trabajo y, los más atrevidos, lo califican como arte. Que sea un trabajo, pase, si se hace caso a Horacio cuando decía: “El que ahora se esfuerza por llegar / corriendo hasta la meta deseada, /antes mucho sufrió y entrenó mucho/, /sudó y se quedó frío, se privó / de Venus y de vinos”.
Aunque habría mucho que terciar acerca de esta ausencia de sexo y alcohol, por esta vez dejaremos rehogar dicha asociación en la marmita de la pregunta insidiosa: ¿se juega mejor al fútbol, después de haber relajado las embestidas del apéndice inferior transformable, o no? Quien lo haya probado, que lo cuente.
¿Y arte, el fútbol? Hace unos días, un comentarista aseguraba que el regate de un jugador constituía “una obra de arte”. Un arte a secas, sin adjetivación, esencial. Menos mal. Habría sido atroz que hablase de un arte absoluto y total, como he tenido ocasión de escuchar en otras ocasiones.
Asociar arte con fútbol es muy habitual en boca de quienes, probablemente, no han dedicado ni dos minutos a reflexionar en dicha palabra, sea como concepto o como sistema. Pero queda tan fino. Ahora bien, ¿lo es? Si arte es lo que dice que es el mercado, y el mercado actual es el que don Balón manda y ordena, habrá que bajar la testuz y decir amén.