Puede asegurarse que la palabra ideología no es del agrado de quienes tienden a considerarse intelectuales. El cínico escritor inglés Martin Amis decía con cierto recochineo que la ideología es una “droga sintética para crear héroes.” Supongo que lo diría por experiencia propia.
Prescindiendo del significado débil de ideología, ésta se utilizará para descalificar al oponente dialéctico. Y así, se dirá de él que es un ideólogo, como otros dicen de alguien que fue comunista o nacionalista, y de este modo rastrero invalidar su discurso. Si se trata de alabar, entonces se preferirá el término pensamiento.
El ideólogo remite al político demagogo; el pensador al sujeto limpio de ocultas adherencias extrañas, sobre todo revolucionarias. Sobre el ideólogo recaen todo tipo sospechas; sobre el pensador las de su status. El pensador se limitará a reflexionar sobre la realidad, pero no a promover ideología. Pero los escritores, como pensadores que son, no pueden esconderse de la política, porque lo que los políticos hacen también repercute en ellos, y lo que los escritores piensan, a veces, repercute en los políticos. O eso creen algunos. Que ingenuos hay en todas partes. También entre los escritores.
Convengamos en que la obra literaria es impensable al margen de la producción ideológica en la que se inscribe. La ficción trabaja con creencias o con dudas y, en este sentido, conduce a la ideología, a los modelos convencionales, o no, de la realidad, y, por tanto, a las señales que hacen verdadero un texto, movimiento que pertenece al ámbito de lo ideológico. Y verdad, como decía Nietzsche, es lo que tiene cada uno por verdadero.
En este sentido, toda novela es ideológica. Hasta las que escribieron Marcial Lafuente Estefanía y Corín Tellado.
Por eso, sorprende que sean los suplementos literarios quienes condenen aquellas novelas que sirven más para transmitir ideología que “gran literatura”. Pero en estos casos se juega con ventaja. Son escritores que, en su mayoría, o están muertos, o son muy conocidas sus posturas ideológicas: Hamsun, Pound, Céline, Jünger, Drieu La Rochelle, y, en el caso español, los escritores falangistas. Por el contrario, ningún crítico opina acerca de la ideología de Guelbenzu, Marías, Merino, Millás, Muñoz Molina, Mendoza, Rosa Montero, Almudena Grandes… ¿Por qué? ¿Miedo? ¿Incapacidad metodológica?
La concepción más extendida entre los ensayistas es que la ideología no constituye un ingrediente o elemento que sirva para cohesionar una novela. Torrente Ballester, después de abandonar el falangismo, escribía: «La misión de los críticos y demás estudiosos y curiosos de la literatura no es dar valor a las obras por el valor de sus ideas, ni quitárselo, sino averiguar y explicar cómo están usadas en cuanto material poético, o dicho de otro modo, la función que desempeñan en la economía de la obra y la técnica con que están insertas». Tarea tan higiénica como colosal, pero que yo sepa ningún crítico ha sido capaz de ultimar.
El extinto Conte, el crítico más ideológico que ha dado la crítica literaria por estos pagos -en sus tiempo jóvenes también fue de la Falange, con cargo y nómina-, abominaba de los géneros literarios basados en el tema, en las ideas o en las ideologías, pues, en su opinión, éstas acaban con el arte, lo destruyen. Yo pienso lo contrario, sólo el tema, las ideas, el pensamiento, la ideología, será capaz de renovar el arte, la literatura y la capacidad crítica. Es el pensamiento el verdadero motor del cambio de la literatura, y no las técnicas creativas.
Aunque el discurso crítico abomine de la ideología, lo cierto es que sus opositores una y otra vez se ven atrapados en su red. Lógico. Un crítico, si es algo, es un ideólogo de cuidado. Si no lo es, estamos ante un eunuco mental.
En la mayoría de los casos, jamás se enfrentan con el contenido ideológico de las novelas que reseñan. Lo sustituyen por una doble actitud.
La primera de ellas, consiste en condenar a aquellos autores considerados como novelistas de ideología fascista, cuyas obras están al servicio de un poder político concreto. Como si el resto de las obras no lo estuvieran. ¿Acaso no se dice que la obra de Marías y cía no están contribuyendo a la construcción de una Europa más tolerante, más demócrata y más crítica? Y esto, ¿qué es? ¿Música gregoriana?
La segunda es más sutil y menos evidente. El ensayista utiliza el pretexto de la reseña para diseminar sus puntos de vista, que rayan entre lo ideológico y lo moralista; en especial, aquellos conceptos esenciales de la vida: el amor, la soledad, el tiempo, la muerte, la solidaridad, la responsabilidad, el respeto…
Actualmente, se quiere dar a entender que las categorías políticas e ideológicas no influyen en una novela, ni en el discurso del crítico. Pero habría que preguntarse ¿qué son las aludidas “categorías políticas”? Tener una determinada concepción literaria de la novela, ¿es ajeno al campo de las ideologías?
Curiosamente, las críticas negativas que se hacían de las novelas del facha Vizcaíno Casas no obedecían únicamente a «sus» deficientes maneras de entender y de expresar el hecho literario, sino al conglomerado ideológico fascista del escritor. Un conglomerado que el crítico correspondiente no tenía duda en evidenciarlo y despreciarlo, pero no técnicamente. Por ejemplo, en las reseñas de Conte sobre Vizcaíno Casas no quedaba claro que éste fuera un mal escritor por su escritura, sino por su infumable ideología.
Críticos y escritores, como Caballero Bonald, llegarán a sostener que un escritor de ideología nazi, fascista o ultraderechista, no puede escribir una buena novela. Pero, entonces, ¿cómo encajar que William Faulkner fuera al mismo tiempo un novelista excepcional y un enemigo declarado de la equiparación de los negros con los blancos en las escuelas de los Estados Unidos? ¿Y qué decir de Karen Blixen a quien, después de la película Impresiones de África, se la encumbró como gloria literaria sin decir ni una sola palabra acerca de su permisividad con el régimen del Tercer Reich? Además de ser una “indecente racista negra”. Mario Mucknik dixit.
Mi hipótesis es que en la crítica literaria no se hace dejación del análisis netamente ideológico. El hecho de que no se manifieste de manera directa no significa que dicho humus no forme parte del a priori teórico del crítico. Aparentemente, se desprecia la ideología, pero se sustituye por un cínico “no-tener-ideología”, mucho más peligroso que la ingenua declaración de poseerla.
Lo paradójico del caso es que se tenga por señal de progresismo intelectual ese desprecio a la ideología, cuando la mayoría de los análisis que se hacen de la obra son su resultado directo. En el colmo de las contradicciones se llegará, incluso, a justificar las deficiencias técnicas novelescas de un escritor apelando a consideraciones ideológicas. Lo que es el acabose del cinismo.