Ya es sabido que las palabras nacen, crecen, se desarrollan y algunas, más que otras, se mueren de un infarto lingüístico. Esto es lo natural y no es que nos agraden estas muertes, sobre todo cuando son debidas a la incuria de los tiempos y a la vagancia palabrática de las gentes. La desaparición de las palabras nos sientan mal, porque reflejan un estado de salud cultural nefasto. Palabra olvidada, parte de la historia de los hombres y mujeres a la tumba.
Pero hay palabras y palabras. Una de ellas, y que se resiste a morir, es la palabra laico. Bien por ella. Probablemente, quien más ha trabajado por su supervivencia ha sido la jerarquía católica, la cual, cada cierto tiempo, la recuerda como si fuera invención del mismo demonio. No la inventó Satán, pero tiene cierta retranca el hecho de que laico esté emparentada con la palabra pueblo, y, a partir de éste, con democracia, soberanía y voluntad popular. Paradoja que sea una institución hiperjerarquizada, antidemocrática y teócrata la que más haya hecho por ese término bisílabo llamado laico.
En los últimos eventos acaecidos en Madrid, y que tan catatónica dejaron a la jerarquía eclesiástica y a la clase política en el poder, la palabra laico ha circulado en los medios de comunicación con tanta prodigalidad como impropiedad semántica.
Tanto en El Mundo como El País han aparecido titulares como los siguientes: “La Policía carga contra manifestantes laicos tras fuertes disturbios en Sol”; “Manifestación laica en Madrid”; Marcha laica”,” Manifestación de los laicos”.
Leyendo estos titulares podría deducirse que los denominados laicos son gentes de mal vivir, unos gandules e impresentables tipos contra los que la policía tiene argumentos más que justificados para darles con la porra donde más les duele, en la espalda y en la cabeza. Tratándose de gente así es lógico que la policía, como hacían antes los grises en tiempos del franquismo, arremetan violentamente contra ellos. ¡Qué tiempos, Miquelarena, qué tiempos!
Sin embargo, cuando se habla de los laicos como si se tratara de un grupo social organizado están contraviniendo la semántica y el sentido común. No quiero decir que los laicos no tengan derecho alguno a sindicarse o a formar grupos de presión o que se manifiesten protestando contra el clericalismo del que una y otra vez hacen gala los obispos españoles. Y no lo quiero decir, porque laico, lo que se dice laico, somos todas las personas que habitamos debajo de la capa de ozono, exceptuando a los curas, sean rasos u obispos, cardenales y papas.
Un laico es, sencillamente, una persona que no es cura. O, si quiere la precisión lexical de la RAE, que “no tiene órdenes clericales”.
El término laico procede del griego laikós, alguien del pueblo, ya que su raíz es laós que significa pueblo. La palabra laico nace en un contexto cristiano y surge para diferenciarse precisamente del sacerdote. Es un término de geometría espacial. Tú allí, cura; y yo, como laico, acá.
Laicos eran todos los jóvenes que asistieron a las jornadas metafísicas y transcendentales que tuvieron como finalidad sacralizar la figura de un líder, en este caso, un cura convertido en papa. Paradójicamente, ningún periódico advirtió en sus titulares que un grupo de laicos creyentes asistieron a recibir un baño de principios dogmáticos. O “jóvenes laicos” aplaudieron todas y cada una de las comas de la verborrea de su sacratísimo líder.
La palabra laico no es incompatible con ser creyente, religioso, de comunión diaria y confesión anual. Para nada. Hay laicos que se comen las tibias incorruptas de los santos como Rouco Varela se bebe el vino que llaman consagrado. Y hay laicos que pasan olímpicamente de cualquier manifestación religiosa sin que por ello sean antirreligiosos o, incluso, ateos.
Ser laico da para mucho. Lógico. Mayormente lo es casi toda la sociedad.
Hay laicos que son anticlericales –hoy día parece que se trata de una actitud tan higiénica como necesaria-, pero eso no significa que, por no tragar a los curas, sean de la categoría que estos tengan, dichos laicos hayan de ser antirreligiosos o ateos.
Es verdad que hay muchos laicos que no saben que son laicos, y, dada su ignorancia, consideran que serlo es adoptar por principio actitudes contrarias a los intereses de la iglesia y de sus sacerdotes. De ahí que algunos ciudadanos consideren que alguien, por ser laico, tenga que oponerse al obispo de su diócesis y al obispo de Roma.
Hay también muchos laicos que no saben que existe una corriente de pensamiento llamado laicismo, que defiende una sociedad organizada según principios aconfesionales, es decir, de forma autónoma e independiente de cualquier confesión religiosa. Ellos son laicos, pero ignoran por completo cuáles son las exigencias conceptuales y pragmáticas de un laicismo militante y combativo.
Más todavía. Probablemente, los militantes más furibundos de este laicismo radical sean comulgantes por Pascua Florida y saben de teología más que Celso y su enemigo mortal Tertuliano, gracias al cual supimos de la existencia del primero.
Así que vuelvo al principio: ¿Qué es una manifestación de laicos? ¿Y una marcha laica? Quien escribe estos titulares, si lo hace con premeditación y alevosía, mal; si lo hace de forma inconsciente, muchísimo peor.
Nadie que vea una manifestación de un sindicato dirá que por la calle equis circula una manifestación laica o de laicos. Y, sin embargo, hasta Menédez y Toxo son laicos, y, quizás, no lo sepan.
Rodríguez Zapatero es laico, pero de laicista tiene muy poco. Doblar el espinazo como hizo ante Ratzinger es de poca entereza laicista. Si Ratzinger es un jefe de Estado, es incomprensible que no se le trate como tal, y, en cambio, se le prodiguen, no sólo muestras de servidumbre medieval, sino que se le permita decir en público que el gobierno en ciertos asuntos no está actuando conforme a Dios. Hasta el rey que, en otro tiempo se mostró tan expedito, mandando callar a otro jefe de Estado, aquí, por el contrario, no sólo no le interrumpió dicha homilía, sino que le aplaudió.
Y es que, a veces, ciertos laicos se comportan peor que los curas. Cuando esto sucede, el Estado de Derecho, no sólo pierde palabras, sino que algunas comienzan a significar lo que no significaban.
Malos tiempos, desde luego, para la poética.