La muerte de Dios, o su silencio, es una expresión que los obispos toman como pretexto lingüístico para escandalizarse únicamente de las causas que, según su verbo, la producen, el relativismo moral y el pansensualismo, pero no como acicate para estudiarla ad intra. Al fin y al cabo, la Iglesia sigue empeñada en considerar que han sido los otros quienes han asesinado a Dios, olvidando que su muerte tiene un aire a crimen de familia sobresaliente.
Decir que “Dios ha muerto” significa que Dios no constituye una presencia real, que diría Steiner, para el hombre actual. El mundo actual, muy a pesar de los obispos, no es un mundo que esté por o contra Dios. En todo caso, es un mundo sin Dios. Incluso lo es en la vida de muchos creyentes. Y la cosa debería preocuparles, porque la mitad de los ciudadanos españoles entre 15 y 24 años el 49% se declara católico. Hace unos años, se declaraban así el 77%. (Jóvenes españoles 2005, Fundación Santa María).
Supongo que a los obispos esta penúltima secularización de la sociedad les está creando innumerables problemas, y que por la forma que adoptan para resolverla –descalificación completa de la sociedad-, lo van a tener muy crudo.
Para los teólogos, que intentan relacionar cultura y evangelio, la situación es envidiable, porque de este modo pueden ofrecer sus alternativas que nada tienen que ver con las pastorales e instrucciones episcopales. Nunca como hoy se habían conocido tantos teólogos disidentes con la jerarquía.
Y es que ser disidente hoy día resulta muy fácil. Con los obispos actuales, lo puede ser cualquiera. Lo más sorprendente es que los obispos “excomulguen” a los teólogos críticos utilizando para ello palabras del evangelio. La situación no puede ser más contradictoria. El evangelio, que según los obispos es mensaje de amor, lo utilizan para condenar.
La cultura actual tiene muy poco de cristiana. Y esto lo saben muy bien ciertos teólogos como Tamayo, Pagola y Vidal, que escriben unos libros que vuelven epilépticos perdidos a los carcamales de la obispada.
La muerte de Dios es un hecho cultural. Se inicia con el espíritu crítico y con la observación científica del mundo. Es decir, nada que ver con esas olas de impiedad y de erotismo, concubinato y desenfreno, condones y sexualidad animal, como suele decir el aprendiz de talibán De Prada.
La ciencia no necesita a Dios como hipótesis explicativa, ni hay sitio para sentarlo en su ámbito. No es que sean incompatibles, es que caminan por sendas distintas. Si la ciencia se ha despojado de compañero tan incómodo, los sucesos lamentables de la humanidad lo han echado casi definitivamente de la historia. Y casi podría decirse que en el campo de la moral y de la ética está también ausente.
La muerte de Dios no ha producido ni el superhombre de Nietzsche, pero tampoco un hombre angustiado, desorientado, desnortado, que ha perdido lo mejor de sí mismo, como dicen tanto los curas progres como los reaccionarios. Digamos que el hombre se siente solo, que es lo que siempre ha estado. Sin muletas ortopédicas transcendentes. Ni los ateos, ni los agnósticos, ni nadie con mínimo raciocinio, viven este hecho como una victoria, sino como un hecho. Lo que sí sucede es que Dios, vivo o muerto, más muerto que vivo, no interesa mucho. Más bien nada. Yo, desde luego, en las conversaciones que suelo escuchar a mis contemporáneos rara vez, por no decir ninguna, les oigo nombrar dicha palabra, a no ser para ciscarse en él, como es arraigada costumbre en estas tierras más o menos carpetovetónicas.
El hombre actual, y esto no lo pueden negar los obispos aunque se ofusquen en lo contrario, está dotado de una gran dosis antimetafísica. Paradójicamente, liquidar a Dios del plano metafísico es liquidarlo transcendentalmente. Pero, por favor, que no se venga diciendo que el hombre actual ha cambiado a Dios por unos ídolos. Estos han funcionado desde siempre: el sexo, el dinero, la fama y el honor.
Los obispos de España para llenar este vacío pretenden una restauración de tiempos pasados. No sólo no quieren entender que su objetivo debería ser salvar la laicidad del mundo y buscar la relación entre Dios, un hombre y un mundo secularizados, sino que hacen todo lo contrario.
Hace ya unos cuantos años, hubo unos teólogos a los que la jerarquía eclesiástica condenó una y otra vez. Planteaban sin tapujos la irrealidad de Dios en nuestro tiempo. E insistían sobre la necesidad de una teología que hiciera mella en la cultura contemporánea. Ni que decir tiene que abogaban por un alejamiento de la Iglesia actual, la gran culpable de la irrealidad de Dios en el mundo.
No extrañará que acabaran siendo expulsados de sus respectivas cátedras.