En USA, hace ya unos años, una sentencia judicial acabó dando por el culiandro a la censura artística. Los buitres de la moral ajena habían conseguido que los creadores más atrevidos no recibieran un miserable dólar del Nacional Endowment for ther arts (NEA). Un juez dictó que “el derecho de los artistas a desafiar los valores y conocimientos convencionales es uno de los pilares de la libertad académica y artística”. Y hubiera podido añadir: social y política, y, para completar el cuadro, humana. Y religiosa, claro. Sobre todo, religiosa.
Cuando Joseph Alois Ratzinger era solo Ratzinger, es decir, director del ex Santo Oficio, llamado eufemísticamente, Congregación para Doctrina de la Fe, renovó sus votos de inquisidor entablando un nuevo combate contra la influencia de las malas lecturas. Remitió a todos los obispos una Instrucción sobre algunos aspectos del uso de instrumentos de la comunicación social en la promoción de la Doctrina de la Fe”. Uno de los primeros libros en sentir esa mirada secularmente afable de la Iglesia fue Harry Potter, donde, a decir del clerizángano de turno, había mucha magia y poca fe de la buena. Como si creer en la transustanciación del vino en sangre del Cordero Pascual no fuera magia y potagia sintéticas de primera magnitud.
Este guardián de la ortodoxia dogmática, conminaba a los obispos a que se compraran unas tijeras de podar así de generosas y se aplicasen como los diseñadores esos al bies y a la sisa censuriles de todo papel y hoja impresa liberales. Y, cuando procediera, mantuvo que “deberán iniciar las correspondientes acciones administrativas y penales”.
No es por nada personal, pero idéntico arpegio cantaban los obispos a principios del siglo XX: “Cometen pecado grave aquellos que lean periódicos sectarios; recordamos a los sacerdotes que no deben conceder la absolución sacramental a todos aquellos que se obstinan en favorecer la prensa sectaria”. Copiado del Boletín Eclesiástico de la provincia, lo reproducía para alborozo de su feligresía el sacristanesco Diario de Navarra (1.3.1907).
A estos obispos, como a ese Ratzinger raso, se les podría acusar de cualquier zarabanda, pero en esto de las lecturas han chamullado siempre con claridad y articulación. Sus instrucciones sobre la lectura han sido siempre la mar de saludables para el bienestar ecológico y mental del individuo. Y no sólo para la gente atea y descreída, pues un texto teológico siempre es un regalo de humor negro de la providencia.
También, digo, han sido saludables, y mucho, para los católicos. Y, no porque se tomen a risa eso de las indulgencias, de los pecados de la carne cuando es de primera, o lo de las lecturas procaces y sicalípticas. Al fin y al cabo, los integristas casulleros, como el escritor Juan Manuel de Prada, se toman todo esto muy en serio.
Los católicos tienen que agradecer sobremanera este tipo de proclamas. Menudo servicio. Les ahorra el duro contubernio ése de pensar o de pensar sin miedo a meterla hasta el floripondio. Los católicos se tienen que sentir como aves protegidas en proceso de extinción. ¡Qué delicia! Todo lo que vayan a leer les llevará directamente al altar y a jesusear de teológica manera.
Y para los no católicos, también. Pues nada tan edificante como la censura eclesiástica. En la historia del libro no han existido mejores argumentos para invitar a leer al personal que los esgrimidos por la santa Sede. ¡Cuántos libros geniales habremos descubierto, gracias a los índices de los padres jesuitas Ladrón de Guevara, autor de “Novelistas buenos y malos”, y el de Garmendia de Otaola, “Lecturas buenas y malas a la luz del dogma y la moral”!
Decir que las malas lecturas corrompen es el mejor panegírico que se puede hacer a un escritor o a un periodista. De ahí que me dé que hoy hay poco buen escritor. Por ejemplo, ¿a quién corrompen hoy día los escritores como Marías, Muñoz Molina y Pérez Reverte? ¿Y quién se corrompe leyendo a Rosa Montero, Rosa Regás y Elvira Lindo? ¿Cómo puede considerarse alguien buen escritor si ya no despierta la animadversión del hisopo eclesial? Bueno, sí; es verdad. Hoy no se corrompe nadie leyendo. Una pena. Leyendo literatura, desde luego que no. Contratas, es posible.
De algún modo, que ahora no quiero especificar, se puede criticar al gran inquisidor resucitado, Ratzinger papa, pero la mayoría de los periódicos de este país, por no decir todos, operan con idénticos mecanismos de censura. Se ve que imitan a la buena madre y maestra que los ha educado en estos avatares.
Si el papa vela por la pureza de la fe de los católicos y, de este modo profiláctico, estas buenas personas puedan escribir, comer, dormir y fornicar como tales, el resto de los periódicos hacen lo propio: vigilan, censuran y amenazan, no para llevarnos en fila india al valle de Josafat, pero, sí, para hacernos clones democráticos. No invocan a los santos padres de la Iglesia, porque, además de no haberlos leído, los han sustituido por santa Democracia, santa Constitución y santa Europa Convergente, la nueva fe política de los transidos por la transición.
En sus periódicos no aparecerán el nihil obstat y el non licet eclesiásticos de rigor y vigor, pero bien que se sabe y se siente que ninguno de ellos está libre de las lacras de la censura, más o menos laica más o menos constitucional. Es decir, ni laica ni constitucional completamente.
¿A cuántos pensadores no expulsan diariamente de sus páginas estos periódicos que presumen de tolerancia, de libertad y de pluralismo? Como diría aquel hermano lobo de la transiqué: “Uuuuuuuh!
Pues, eso.