Los filósofos son aquellas personas que dicen de forma enrevesada lo que los demás dicen de modo sencillo. La idea tan extendida de que los filósofos son aquellos cerebros privilegiados que ven aquello que los demás no ven es un lugar común que no tiene ningún fundamento.
En realidad, eso es lo que a ellos les gustaría, pero la realidad es muy otra. Además, eso mismo dicen los intelectuales y, por supuesto, los escritores.
De los poetas se llegará afirmar que nada como su mirada para distinguir los variadísimos matices del vuelo de un moscardón de agosto. Lo creo si el poeta que mira es Gamoneda.
Lo que sí puede afirmarse es que tanto los escritores como los filósofos son tipos bastante reacios a admitir que alguna vez están equivocados. ¿Alguien ha escuchado alguna rectificación por parte de un escritor o de un filósofo?
Más aún. Yo no tengo inconveniente alguno en sostener que la gente más dogmática de este mundo es la gente cultivada intelectualmente. Dogmática y orgullosa. Su actitud tiene, en parte, una explicación. La mayoría de ellos pasan su vida leyendo y escribiendo, pensando y repensando sobre el vacío y la muerte, la finitud y la entropía, y todas aquellas cuestiones que, en su mayor parte no interesan al ochenta por ciento de la población. Unas personas así, que se pasan todo el día cortejando con el pensamiento occidental de todos los tiempos, ¿cómo van a aceptar la réplica de alguien, cuya máximo esfuerzo intelectual consiste en recordar quién fue el goleador de su equipo en el último partido jugado?
A lo máximo que puede llegar un intelectual, y esto es mucho decir, es a dejarse aconsejar por quienes considera sus amigos, es decir, las personas menos indicadas para mejorar en materia ideológica o de pensamiento. Pues ya es sabido que los amigos están para conversar y los enemigos para discutir o disputar. Sólo con los enemigos se desarrolla en verdad el ingenio y la dialéctica. Por eso los intelectuales, que no son tontos, rara vez aceptan una crítica si procede de quienes consideran sus enemigos. Grasiento error, porque los enemigos son los únicos que, en verdad, podrían hacerles avanzar intelectualmente.
Hoy día, los amigos y los enemigos de los intelectuales están perfectamente encuadrados y ubicados. Y es que la denominada endogamia intelectual no es privativa, como tantas veces se dice, y se dice despectivamente, de los nacionalismos tribales, étnicos y herméticos. La endogamia la practica todo el mundo.
Estar con los mismos, discutir o hacer que se discute con los mismos, leer a los mismos, rechazar a los mismos que rechazan mis amigos, se ha convertido en una deplorable virtud necesaria para subsistir, pero nefasta para la evolución de las especies ideológicas, cada vez más en proceso de extinción.
Que los filósofos no están abiertos a las ideas de los enemigos, lo demuestra muy bien la opinión contundente de Savater, curiosamente el intelectual que tiene fama de ser un exquisito del respeto, al menos en abstracto, a la pluralidad y a la tolerancia de los otros. Dice el donostiarra: “Soy bastante impermeable a las críticas que recibo, sólo me afectan las opiniones de un reducido número de personas”.
Cada uno es muy esclavo de buscarse las afinidades ideológicas que le aguante su cuerpo, pero no parece muy honrado intentar que los demás cambien de ideas, después de reconocer que la piel de uno en materia intelectual es como la de un paquidermo, incapaz de oxigenarse con las ideas de los otros, vengan de donde vengan éstas.
Y por la misma razón: ¿para qué esforzarse tanto en intentar cambiar las ideas de los otros cuando uno ya ha tomado la decisión de no cambiar las propias por nada del mundo?