Conozco a personas que culpan a los demás de las tragedias que destrozan países que, en ocasiones, ni siquiera el inculpado sabría localizar en un mapa. Estas personas, cuya sensibilidad social por lo colectivo es exquisita, poseen un discurso tan elaborado de las causas, de los efectos y de las responsabilidades, subyacentes en cualquier tragedia humana, que parecen expertos en teología de la globalización. Están convencidos de que, sin excepción, todos somos responsables de lo que pasó en Yugoslavia, en Kosovo, en Sierra Leona, en Indonesia, en Haití, en Japón y de lo que volverá a pasar en Nicaragua, Salvador, la India, Pakistán, Japón y Haití. El mismo error de perspectiva analítica padecen quienes dicen: «Todos somos Pepito», «Todos los días son 25 de noviembre» y «Todos somos Mariluz». ¿De verdad? ¡Pues qué bien!
Una cosa es que te encorajinen ciertas injusticias perpetradas contra personas a quienes aprecias por distintos motivos y muy otra elevar ese sentimiento, no sólo a categoría de identidad, sino a mecanismo explicativo universal de lo que ocurre. Si tal transferencia psicológica funcionara de verdad, andaríamos todo el santo día como saltimbanquis dialécticos: «ahora soy Catalina, ahora López Calle, ahora Roth Beporé (inmigrante sin papeles)», y a todas horas, el doble o el clónico de quienes sufren y pertenecen a nuestra camada ideológica. No digo que haya que renunciar al sentimiento, causa inmediata de las propias afinidades selectivas, pero sugiero que establecer como categoría general algo que sólo posee una base particular me parece engañoso. Con frecuencia este sistema ideológico-sentimental es en el que se mueven algunas onegés y muchos colectivos.
Alguna vez he dicho que cuantas más onegés haya, peor irá el mundo en materia de justicia. Más aún: «Dígame cuantas onegés hay en un país y le diré cuanta injusticia estructural se mueve en él». En eso, las onegés son necesarias. Revelan directamente que el mal en el mundo no deja de aumentar, pero, también, y por desgracia, la inutilidad de los parches en que ellas mismas traducen su solidaridad pragmática. Sirven para edulcorar los problemas, pero como dice El Roto, «edulcorar los problemas sólo sirve para extender la diabetes».
No pido el harakiri de las onegés. No. Pero me gustaría que el dinero de los contribuyentes no se convirtiera en bolsas o huchas de la caridad para mitigar tanto dolor y tanta miseria.
La caridad es un síntoma que oculta muchos problemas estructurales de injusticia permanente que produce el poder, en especial, el instalado en bases neoliberales. El cristianismo, en este sentido, ha sido la peor escuela posible, contribuyendo con sus enseñanzas de la caridad a dejar intactas ciertas estructuras de injusticia social. En una sociedad, supuestamente secularizada y constitucionalmente aconfesional como la nuestra, que existan entidades como Cáritas u Onegés confesionales, lo que significan es que el poder económico, además de sentirse preso de planteamientos supuestamente teológicos, se siente muy cómodo con ellas. Parecen sus administradores.
Resulta tan repugnante como cínico el espectáculo del poder ante las catástrofes de países devastados, en ocasiones, como la India, Haití o Japón. ¿Cómo es posible que a estas alturas tengan que estar pendientes de la caridad mundial, sea de gobiernos, de Onegés, en su mayoría dependientes de un credo transcendental, o de individuos en pelo cañón, para mitigar los males provocados por un devastador terremoto?
Es inaudito que no se haya creado todavía una organización mundial de asistencia sanitaria en situaciones de catástrofes o de hambrunas. Es indignante que la ONU disponga de una organización militar como la OTAN, capaz de apabullar a un país entero, someterlo a «democracia» -es un decir- y «arreglar» su situación política en un pis pas –es otro decir-, mediante el acomodo de una invasión militar, y que, por el contrario, no haya sido capaz de crear una Organización Mundial de Asistencia Sanitaria ante las catástrofes que se suceden y sucederán en cualquier país del mundo. ¿Cabe mayor idiotismo moral?
Y hablarán de humanismo. ¿Humanismo? Cuando lo hacen, como ha sido el caso reciente de varios prebostes políticos de gobiernos europeos, recuerdo lo que Foucault advertía in illo tempore de dicho concepto: «»Entiendo por humanismo el conjunto de discursos a través de los cuales se le ha dicho al hombre occidental: «Aunque no ejerzas el poder, puedes no obstante ser soberano. Mejor aún: cuanto más renuncies a ejercer el poder y más te sometas al que te impongas, más soberano serás». El humanismo es quien ha inventado todas estas soberanías sometidas, tales como el alma (soberana en el orden de los juicios, sometida al orden de la verdad), la libertad fundamental (soberana interiormente, pero que consiente y está «de acuerdo con el destino» exteriormente), el individuo (soberano titular de sus derechos, sometido a las leyes de la naturaleza o a las reglas de la sociedad). En resumen, el humanismo es todo aquello con lo que, en Occidente, se ha prohibido querer el poder y se ha excluido la posibilidad de tomarlo» (Michel Foucault, Actuel, 14, abril de 1971).
No quiero sospechar de las motivaciones o intenciones éticas o morales que pueda haber detrás de esas limosnas. La conciencia, al fin y al cabo, es muy particular, como el bazo, y cada uno atempera sus escozores, según le viene. No, no me molestan las ONG, pero, a veces, confieso que se meten en camisa de once varas cuando te increpan por ejemplo: «Que nadie diga que no está enterado, que nadie diga que no se puede hacer nada».
Estos predicadores son inaguantables. Y en el terreno político-social son peste intentando crear mala conciencia en el paisanaje. Ignoran que, para que cierta gente se pueda dedicar a actividades dignas de un samaritano, es necesario que el resto se entregue, sin alharacas de ningún tipo y sin pertenecer a ninguna organización, a cumplir con el trabajo diario, lleno de rutinas y de frustraciones, también de alegrías, claro.
No afirmaré que la caridad y las ONG sean producto directo de este humanismo que denunciaba Foucault, pero da que pensar. En fin. Cada día que pasa me convenzo más de que disponemos ciertamente de una fuente de energía sin explotar: la desfachatez de quienes no tienen medio dedo de frente y gobiernan el mundo. Y cada vez entiendo mejor aquel «pensamiento despeinado» de S.J. Lec que decía: «¿Un mundo sin psicópatas? Sería anormal». Y quien se dé por aludido por lo de anormal, pues eso: que se lo haga mirar.