En 1957, los escritores franquistas se relamían de gusto haciendo hagiografías con el olor a mierda que destilaban los cuerpos de ciertos militares sublevados en 1936 contra el gobierno de la II República, legítima y democráticamente constituido. Y si estos escritores eran militares –valga el oxímoron-, el resultado aproximado no podía ser otro que la imagen sinestésica de la explosión por los aires de una letrina pública.
En realidad, no podría ser de otra manera, porque la impunidad y la autosuficiencia con que estos escritores contaban lo que supuestamente sucedió antes, durante y después del golpe militar, era absoluta. Sabían que en 1957 nadie les replicaría ni nadie les echaría en cara la falsificación que estaban perpetrando con más premeditación y con más alevosía que la que se acostumbra en un crimen abyecto. Porque nadie como los militares sabía cómo se coció, cómo se desarrolló el golpe militar, y cómo se aplicó el régimen de terror, implantado por Mola, durante y después de la guerra. Nadie como ellos conocían los crímenes que se cometieron bajo su imperativo categórico.
De ahí que resulte de lo más didáctico y esclarecedor leer a estos militares metidos a escritores cuando elevan a categoría de héroes a energúmenos de la calaña de Franco y Mola.
Cuando escriben, no tienen pelos en el paladar para contar de ellos todo lo que nunca hubiéramos sospechado que podrían llegar a ser y hacer. Estos militares confunden burradas y crímenes impunes con virtudes épicas.
Hace tiempo, compré en una librería de viejo varios libros firmados por militares, cuya finalidad era glosar a otros congéneres de su casta. Estos libros formaban parte de una colección presentada bajo el epígrafe de “La epopeya y sus héroes”. La Epopeya era la Guerra Civil, claro. En esta colección de émulos de Aquiles y del Cid figuraban granujas como Franco, calificado como “Centinela de Occidente”, J. A. Primo de Rivera, Calvo Sotelo, Ledesma, Sanjurjo, Queipo, Varela, Millán Astray, la División Azul, El Requeté y hasta un libro –“Acción de España en América”-, de Florentino Pérez Embid, opusiano, y padre del actual presidente del Real Madrid.…
El dedicado a Mola se titula “General Mola (El Conspirador”), y está editado, como el resto, por la Editorial AHR, (Barcelona, 1957). Su autor fue el general Jorge Vigón Suerodíaz, militar, claro, y con el tiempo ministro de Obras Públicas, merced de Franco, con quien fue uña y carne. No extrañará que también obtuviera el Premio Nacional de Literatura en 1950 y el Nacional de Periodismo en 1949.
Él, y su hermano Juan, ambos militares de carrera, cuando llegó la proclamación de la II República, acogiéndose a la ley de Azaña (Decreto de 25 de abril de 1931), pidieron la excedencia voluntaria, pero perdieron el culo para reincorporarse en cuanto supieron lo del Golpe, que, por saberlo, lo fue prematuramente, exactamente, en marzo de 1936. Cabe recordar que Juan Vigón sería uno de los treinta y cinco altos cargos del franquismo imputado por la Audiencia Nacional –auto del 16 de octubre de 2008- en el sumario instruido por Garzón, por los delitos de detención ilegal y crímenes contra la humanidad cometidos durante la guerra civil española y en los primeros años del régimen, y que no fue procesado al comprobarse su fallecimiento.
Como digo, resulta higiénico leer a este militar gallego, no porque su prosa sea una maravilla, que no lo es, sino porque cuanto más se esfuerza en alabar a su biografiado, Emilio Mola Vidal, más hijoputa se me presenta éste. Lo mismo sucede con las figuras que glosa de forma hagiográfica: Garcilaso, director de “Diario de Navarra”, y brazo corrupto de Mola, el conde de Rodezno, y un largo etecé que da dentera pronunciar.
E. Mola Vidal, al que se le dio el mando de la 12ª Brigada de Infantería que llevaba aneja la Comandancia Militar de Pamplona, llegará a la capital del Viejo Reino el 15 de marzo de 1936. Según cuenta Vigón, desde mediados de enero se sabía que existía una conspiración militar, chispa prendida en la guarnición de Pamplona. Quienes la habían encendido fueron los militares Vicario, Lastra, Barrera y Moscoso, “cuyos nombres se registraron en una lista en clave”.
Cuando Mola fue requerido por el Gobernador Civil, Mariano Menor Poblador, para que le pusiera al corriente de la situación de Navarra, en todo momento le aseguró que la provincia era una balsa de aceite, y que todos los militares cumplían con sus deberes con la República. Cuando el general Batet, inmediato superior de Mola, sospechando de las intenciones de éste, le requirió concertar una entrevista para cerciorarse de que “no se saldría de la supuesta legalidad republicana”, el militar golpista –el encuentro tuvo lugar en monasterio de Irache-, le dio todas las seguridades y garantías de que “ni él conspiraba ni sabía de ninguna conspiración en marcha”. A los días, el cabrón de él daba el golpe. Para mayor irrisión lo recordaría más tarde con estas palabras: “Yo en aquella ocasión le mentí a Batet a conciencia de que por encima de mi palabra y de mi honor estaba el interés de España”.
La verdad es que Vigón posee una virtud narrativa sobresaliente. Convierte en detritus lo que alaba y eleva a virtud lo que desprecia. Esto último lo hace cuando se refiere al comandante Rodríguez Medel, “el único sujeto que hubiera podido evitar que Mola diera la orden de la sublevación”. Detalle curioso. Cuando Vigón habla del resto de los militares todos son señores y excelentísimos. Cuando tercia sobre Rodríguez Medel, que era comandante, lo llama sujeto. Y al describir su compromiso con la República, lo hace de este modo: “Rodríguez Medel, que desde el primer momento hizo patente su devoción republicana, traducida libremente en infracciones de ciertas prácticas militares, que, a su tiempo, hubieron de ser corregidas por el General. Pero deseoso Mola de evitar, en lo posible, violencias, llegó a pensar que podría obtener llegado el momento, la dócil sumisión de Medel” (Cursiva es mía).
Lo que Mola ignoraba era que el honor, la palabra y el interés de aquel comandante sí estaban por la España republicana. Mola se entrevistó con Rodríguez Medel la misma mañana del 18 de julio de 1936. Como enseguida comprobó que por las buenas el comandante no cedía, Mola le advirtió por las malas que dicha resistencia podría ser fatal para él. Al salir del Palacio de Capitanía, dice Vigón que lo hizo “sin la menor dificultad, pese a que eran muchos los que, no habiendo mediado la orden más severa de Mola en contra, hubieran estado dispuestos a eliminarlo y deseoso de hacerlo”.
El desenlace ya lo sabemos. Rodríguez Medel “fue muerto” –muerto, dice, no asesinado- “por sus subordinados”. Se cumplió lo que Mola le había anunciado por las malas… Por lo que cabe sospechar que la orden de su muerte ya estaba dada en el caso de que R. Medel dijera que no a Mola.
Moscoso y compañía fueron sus ejecutores, pero quien así lo dispuso fue Mola. Eso es lo bueno que tiene que los fachas hablen con tanta claridad de los crímenes que perpetraron alevosamente y de los que nunca se arrepintieron.