En ciertas ocasiones, cuando se celebra la efemérides de alguna ilustre prenda, se suele decir de ella, como si se tratara de la mayor de las alabanzas que «fue toda su vida coherente con sus ideas». Existe, también, otra versión muy fácil de leer en cualquier periódico dedicado a hacer necrológicas: «Nunca renunció a sus ideas y se mantuvo fiel a ellas durante toda la vida».
«Fue un hombre coherente con sus ideas», se dice. Ya. Pero nunca se dice cuáles fueron esas ideas. ¿Tal vez, porque, al concretarlas, el oyente percibiría lo monstruoso de ellas? ¿Tal vez, porque, al confesarlas, revelarían la estrechez mental de un hombre fiel a un manojo de ideas estúpidas, con las que llenó de infelicidad, no sólo su propia vida, sino también, la de su familia? ¿Cómo pasar toda una vida sin cambiar de ideas? ¿Cómo puede Rajoy dormir a pierna suelta con sus ideas, sabiendo corno sabe, que las ideas de Rubalcaba son mucho mejores y más brillantes que las suyas? Es algo incomprensible. No sé, pero a mí esto me huele a chamusquina. El hecho de que la gente no renuncie a sus ideas por las ideas mejores de los demás, muestra a las claras que, en el fondo más superficial, las ideas de la gente nos importan un pepino. Sólo a ciertos filósofos parecen importarle las ideas de los demás, aunque sea, no para comprobar si son mejores que las suyas, que casi nunca lo son, sino para fustigarlas, que es una manera, tan educada como otra cualquiera, de tener en cuenta a los otros para afirmarse uno.
«Fue uno de esos ejemplos escasos que mantuvo la coherencia en medio de tanta claudicación», leía yo hace tunos días en un periódico, refiriéndose a urna persona «muerto en olor de coherencia». Pues la coherencia, cuando pertenece a un muerto, huele, también, como las multitudes. Estoy convencido de que, quien mantenía esa frase, consideraba que le estaba haciendo al muerto el mayor de los elogios posibles. Sin embargo, y aunque parezca mentira, le estaba llamando inútil, inmovilista y tonto. Porque ser coherente, no tiene ningún mérito. Es la cosa más normal. Yo no conozco a nadie que no lo sea. La coherencia es vitola de: gente dogmática, cerrada y mostrenca.
¿Cómo tener como un valor, el hecho de mantenerse toda la vida con el mismo armazón ideológico, cambiando como cambia la vida que es un primor? Sólo los amonites permanecen imperturbables al cambio. En esta vida, lo lógico y lo sensato es mudar de camiseta ideológica, en cuanto esté sudada, avinagrada y llena de sietes. Me sorprende que algunos de los ensayistas, mayormente filósofos, que escriben en los periódicos, mantengan sin variar un sintagma las mismas ideas que, desde hace veinte años o, incluso más, vienen defendiendo. Ellos, con absoluta seguridad se considerarán más coherentes que una tautología de Heráclito, pero, en mi opinión, lo único que muestran es una osamenta ideológica más herrumbrosa que la coraza del Cid, o, si se quiere más proximidad analógica, que las lanzas de Benet. Es verdad que, si tienen el honrado desliz de cambiar de ideas, muchos energúmenos, es decir, cráneos por lo general sin pulir y sin idea alguna en sus encefalogramas planos, se les echarán encinta señalándonos con el dedo acusador de esa incoherencia. Nada. Ni caso. El progreso de una sociedad está en relación inversa a la existencia de personas coherentes. Cuantas más personas coherentes, más reacia al cambio será esa sociedad. ¿Han reparado, alguna vez, en las ocasiones que Rajoy utiliza la palabreja en cuestión para afear a Zapatero? Yo, en cuanto se la oigo pronunciar, me terno una actuación palabrática y reaccionaria de su segunda de abordo, madame Cospedal…
Los políticos son quienes más alardean de coherencia, de su práctica necesaria y rígido cumplimiento. Bueno, los ladrones y los asesinos les van a la zaga. ¿Conocen, ustedes, a algún asesino o a algún ladrón, que no sea coherente con su idea de matar y de robar? Yo, cada día que pasa, pienso que la coherencia sólo está bien para las salidas y entradas de los trenes en una estación. En el comercio de las ideas, lo más higiénico es cambiarlas como de chaqueta, sobre todo si la propia está vieja, y se dispone de otra de mejor calidad. Se suele decir en plan despectivo: «Ese cambia de ideas, como de chaqueta'» o «es un chaquetavuelta». ¿Por qué nos molestan tanto los tránsfugas ideológicos? Yo pienso que lo que nos molesta de ese cambalache no es el despelote de ideas del que hace gala, sino el hecho de que el citado chaquetavuelta elija unas ideas que no son las nuestras. Rara vez nos molesta el cambio de ideas en una persona, si, al hacerlo, se identifica con las nuestras.
Son tantísimas las ideas que abundan en cualquier campo de la teoría social, educativa, científica, que hacerse con una sola idea que, verdaderamente, se adapte a nuestro temperamento y carácter, más que una odisea intelectual, es un verdadero milagro. Las pocas ideas, que tenemos propias, a lo sumo dos o, exagerando un poquito, tres y media -¿de dónde proceden? Si proceden de la experiencia personal, entonces, reconoceremos que nos han costado un huevo o un ovario hacernos con ellas; seguramente, casi toda la vida. Si proceden de lo que leemos, entonces, lo mismo, porque hasta que una idea que leemos en un libro la hacemos parte íntima de nuestra carne, transcurre, como decía Nietzsche, casi otra vida y, en ese largo periplo, nos olvidamos de casi todo lo que hemos leído, para quedarnos con lo que nuestra piel ha padecido y gozado.
Juzgar a alguien por las ideas que tiene o, casi mejor dicho, por sus prejuicios, es una aberración. Sólo los hechos hablan bien o mal de nosotros. Las ideas sólo muestran el grado de evolución y de desarrollo que ha adquirido nuestra envoltura craneal.
Franco fue un virtuoso coherente con sus ideas. Milans del Bosch, también. En cuanto el primero puso en práctica las suyas, el mal aumentó en progresión geométrica. La coherencia del primero nos jodió durante más de cuarenta años. La coherencia del segundo estuvo a punto de jodernos otros veinte más, si aquel 23F resulta coherente con la idea de quienes lo perpetraron.
Así que, ¿para qué se quiere ser uno coherente con las ideas si éstas no nos hacen más humanos y caducan en dos días como un yogur? ¿Para qué empeñarse en ser coherente con las ideas propias si las ideas de los otros son mejores? ¿Para qué empeñarse en ser coherente con unas ideas que no hacen sino llenar de infelicidad a quienes nos rodean?
En realidad, y como dijo Mark Twain, la auténtica filosofía de la coherencia es el cambio.