En efecto, en un abrir y cerrar de hojas, el lector puede toparse con unos titulares que sólo producen incertidumbre y buena dosis de incredulidad ante el amarillismo informativo del que hacen inconsciente ostentación ciertos periódicos.
Dicen que ahora estamos más informados, pero más incomunicados que nunca. Mi impresión es que jamás hemos estado informados bien de nada, y que la información, sea de cualquier clase, no genera ningún tipo de comunicación entre las partes. La información, desde Tito Livio, se ha utilizado siempre para aplastar al otro.
Y se trata de los mismos periódicos que en sesudos editoriales suelen lamentarse del avance de una subcultura y analfabetismo crítico de la ciudadanía en general y de los borregos en particular. Olvidan groseramente de qué modo y manera ellos, si se lo propusieran, es decir, si fueran unos profesionales con cierta dignidad y ética, se palparían los machos del sentido común antes de poner en circulación ciertas noticias y comentarios. No sólo se degradan a sí mismos, sino que, también, lo hacen a los protagonistas de las mismas noticias.
Uno tiene la artera sensación de que, por ejemplo, son los propios escritores, o, más propiamente, sus agentes literarios, o sus negros blancos, quienes mueven ciertos hilos para conseguir salir en los periódicos aunque sólo sea para asegurarnos que su representado ha dormido bien y en el día de ayer tuvo una espléndida digestión. O que tal o cual escritor ha salido indemne de una gripe A o que la habitación, donde tiene por costumbre escribir, le han pintado, ¡por fin!, las vigas de azul. O que la caja de lapiceros de la casa Shuster&Shuster, que esperaba con insólita agitación, le ha llegado de Londres, y empezará, por tanto, a redactar el comienzo de su nueva novela. Porque sin estos lapiceros de la casa Schuster&Schuster, el hombre se veía incapaz de escribir un sintagma adjetival en condiciones.
También los hay que, gracias al conducto de sus agentes, eso es lo que habrá que imaginar, comunican al ancho mundo que se han ido a una cabaña de Arkansas o a la parte oriental de Mongolia a escribir su última novela, porque aquí, en su pueblo o en su ciudad de origen, les es imposible concentrarse. ¡Y es que vas a comparar tú el soto de tu pueblo con la sabana africana o la pampa argentina! Por eso, algunos escritores, cuando publican algunas de sus novelas, deberían ser menos pudorosos y decir que dicha novela la escribieron en un poblado de Mongotú, rodeado de vete a saber qué especies de animales maravillosos e inexistentes por estos lares.
Me pregunto qué grado de categoría humana se esconde detrás de la máscara de estos escritores que tienen que echar mano de estas mierdas sintagmáticas para asegurarse unas cuantas líneas en un periódico. Naturalmente, se trata de escritores que continuamente hacen gala de su inveterada inclinación por la soledad y el autismo.
Por datos estadísticos, sostengo que Marías será el escritor que más sale en los periódicos, especialmente en el que escribe. No existe movimiento de su vida que tenga una consignación inmediata en las páginas del polancustriano decir. No sólo se puede seguir en ellas la evolución física del autor, sus gripes, sus estornudos, su agitación emocional, sus encontronazos con Goytisolo, o con quien no le ría sus anacolutos o sus digresiones espásticas.
Cuando leo un titular como el “The New Yorker” elogia la grandeza clandestina de Marías”, me descubro incapaz de comprender semejante titular, que parece tan sencillo en su significado. Acostumbrado como estoy a dar vueltas a las frases que me resultan ininteligibles, me pregunto: “¿Grandeza clandestina de Marías?
¿Cuándo ha sido clandestino Marías? ¿Alguna vez militó durante la época del Innombrable en el comunismo? Recuerdo que los sinónimos de clandestino son recóndito, enclaustrado, oculto, ignorado y, sobre todo, anónimo? Si algo no posee este escritor de Chamberí, es esa inclinación por pasar desapercibido en la sociedad, en general, y en la sociedad literaria, en particular.
Si un escritor optara por una radical clandestinidad, lo primero que tendría que hacer es inventarse un pseudónimo y no decírselo ni a sí mismo. Porque, en cuanto se lo comunicara a su amante, se habría de enterar hasta el más obtuso de sus enemigos. Luego, una vez camuflada la identidad verdadera en un yo falso, el camino a seguir sería desaparecer del mapa o campo literario que le da brillo y contraste. Por ejemplo, irse a vivir a una borda en los Apalaches o a la aldea más recóndita de Lugo o de Orense, donde como es sabido por la prensa, nunca ocurre nada.
Cuando los escritores hablan de valores como la soledad, me viene a la memoria aquella frase de Samuel Johnson: “Sabiamente se alejó del bullicio de la vida lo justo para ser capaz de encontrar el camino de vuelta con facilidad, no fuera que al acabo la soledad se le antojara tediosa”.
Si el escritor tuviese la soledad y la clandestinidad como relativos valores, que tampoco me voy a poner espléndido y decir absolutos valores, debería vivir encerrado en un pequeño círculo, tan pequeño que sólo podrían estar él y su gato, y éste con dificultad. La mayoría de los escritores actuales no saben vivir sin que el resto de los que llaman conocedores de la literatura los ponga por las nubes de la torre engreída de Babel o de Babelia, que para el caso lo mismo.
Si es deprimente la poca vergüenza y la sarcástica contradicción de una sociedad que hace todos los posibles por conocer a los futbolistas del mundo mundial y no pone nada de su parte para que los científicos sean celebrados, más lo es que un escritor –una plusvalía mental de la que se puede prescindir sin que ocurra ninguna catástrofe-, se rebaje hasta lo indecible para ser noticia por cualquier tontería.
Cuando ya uno ha dado todo de sí y ha demostrado de forma fehaciente que nada de lo que escribió, después de su primera novela, ha sido mejor, lo único que le queda es morirse, literariamente hablando. Es decir, callarse para siempre o meterse en un convento de cartujos. Eso, o escribir sus memorias para que las lean sus nietos.