Suele decirse que la mejor manera de celebrar el día del libro es pasar dicha fecha leyendo. Pero, en realidad, mucho mejor que todo eso sería no leer ni una coma, y no, porque lo que se publica deje mucho que desear, sino por razón de cierta higiene mental, que paso a precisar.
Llevar toda la vida haciendo algo sin pensar en si hemos elegido bien dicha actividad, no sólo nociva para la propia salud, sino, incluso, la menos apropiada al carácter personal, sería terrible. En especial, si dicho hábito o afición lo hemos convertido ya en un modo de ser.
Hablar de la lectura como un modo de ser significaría que los libros nos han tallado no sólo el cerebro, sino el carácter y la misma mirada hacia las cosas y las personas.
De hecho, cuando alguien dice que la lectura se ha transformado en su vida en un modo de ser habría que echarse a temblar. El mismo estupor experimentaría ante el sobrado escritor que afirma que si no escribiera, se moriría. Siempre que escucho esta expresión, a la que vive pegada la escritora Rosa Montero, recuerdo la idea, aquí parafraseada, de T. Bernhard: Lástima que dicha correlación no se corresponda con el principio de causalidad que invoca, porque, caso de que así fuera, la sociedad literaria se habría de ver libre de unos cuantos lenguaraces.
A mí me daría cierto repelús descubrir en este día que todo lo que soy y lo que no soy pudiera ser fruto conductista de las lecturas que me he chutado a lo largo de la vida. Me acongojaría un montón saber que las ideas que tengo son exclusivo producto de mi relación con los libros.
Aconsejaría, por tanto, más que dedicarnos a leer, considerásemos qué es lo que ha hecho la lectura de nosotros.
Que pensáramos, sobre todo, en lo que perdemos y en lo que ganamos invirtiendo nuestro ocio en la lectura, en lugar de hacer otro tipo de actividades.
Que analizásemos, siempre subjetivamente y sin ayuda de un libro, en qué se nos nota que somos lectores y en qué no.
Que evaluásemos si las decisiones que tomamos están determinadas por una página leída o, precisamente, por no haberla leído. Es curioso, y a la vez tranquilizador, que nunca se diga cuando alguien comete un crimen que el asesino lo perpetró después de leer un libro de Marías o de De Prada.
Los libros no son las cosas, ni las personas. Son un sucedáneo de lo que deseamos y no logramos. De ahí que resulte sospechosa esta tendencia tan habitual a desear más el simulacro que la realidad. Los libros, en lugar de conducirnos a los otros, nos llevan a otros libros, es decir, a atrincherarnos más en la propia intimidad.
Porque los libros nos ensimisman. Y a los escritores, ni te cuento. Sí, claro, lo digo por experiencia.
Más todavía: cuanto más se lee, menos comprensivas se vuelven las personas hacia la ignorancia de quienes no conocen una página siquiera de Mortadelo y Filemón.
La lectura no nos hace más libres, sino más esclavos de la necesidad de leer. Y en el ámbito de la necesidad, la libertad es un camelo. Así que, ¿cómo hablar de la lectura como espacio de libertad cuando la hemos convertido en una necesaria droga, sin la cual, decimos, no nos es posible vivir?
Desde luego, algo huele a podrido en esta forma de argumentar.