¿Dónde está el riesgo a la hora de escribir? Me refiero al acto de hacerlo, no a los efectos que en un Estado de Derecho pueda tener un artículo defendiendo la violencia individual y dionisíaca frente a la violencia hobbesiana del ministro del interior y sus hoplitas. Pues ya es sabido que los efectos de ese anodino acto son dispares y disparatados, según lo diga Mortadelo o Filemón, Tip o Coll, Epi o Blas, y, por supuesto, Ortega o Gasset.
Lo gracioso no es que se afirme que escribir sea un riesgo, sino sostener que existen escritores que entregan todo su ser en cada sintagma que emborronan, mientras que otros, a los que habrá que suponer gandules de una sola talla, no ponen ninguna tensión ni se cortan una vena a la hora de escribir, por ejemplo, “el perro se durmió”.
Es todo un misterio de la interpretación cómo llegan a saber algunos críticos que ciertos escritores se producen un esguince meníngeo escribiendo “el perro abrió los ojos”, mientras que otros letraheridos no arriesgan siquiera una neurona en el intento a pesar de estampar en la hoja un rotundo y sintético “el can ladró”.
Y, apenas, si acabo de insinuar los enigmas relativos al riesgo de escribir. Un columnista llamado Juan Gracia sostenía que Borges, Rulfo y Bolaño se arriesgan tanto en cada frase que “su descenso vertiginoso por esa montaña de palabras que es la literatura, nos cambia la vida”.
Seguro que sí. Nos cambia la vida, el color de la piel, la mirada y la hipoteca. Tanto que en las farmacias, en lugar de vender paracetamol, deberían vender libros para curar todo tipo de dolencias. ¿Que te duelen las muelas? Échese al coleto un Mark Twain. ¿Que anda mal de las transaminasas? Lea usted a Nabokov, por favor. ¿Que tienes las defensas bajas? Métase un chute de Tito Livio. Al instante, se verá reconfortado.
Lo que llama la atención es que el mismo crítico sostenga que existen, por el contrario, montones de escritores que garabatean novelas sin riesgo alguno. Y, por tanto, el resultado de la lectura de sus libros en el organismo tiene que ser nulo. O, dicho con menos radicalidad, lecturas que apenas modifican los biorritmos del personal. Pues un libro que no te hace mella en el bazo, no merece la pena.
Legión deben de constituir estos conformistas de escritores que el bueno del crítico no se atreve a nombrar uno de ellos. Ni a él mismo, lo que es un signo de humildad digno de aplauso. Pero no habría estado de más que se hubiese descolgado con algunos nombres, digo yo que por lo menos tres, de escritores de la actualidad narrativa y que son representación de la holgazanería ambulante. De esos que no entienden la escritura como una apuesta suicida y escriben libros sin pulso y sin endolinfa alguna en las frases que acuñan.
Sé que la buena educación es, a veces, resultado de un sentido más que larvado de la hipocresía, pero me cuesta entender por qué algunos críticos tienen tanto miedo escénico a nombrar a aquellos escritores que no emulan a la hora de escribir la tensión que adorna al suicida.
Comportándose de este modo, que es tan taimado como cobardica, no hacen ningún favor a lo que ellos llaman “literatura con mayúsculas”, y de la que se sienten sus depositarios y albaceas naturales.
Si de verdad aman tanto esta literatura como dicen, no deberían mostrarse tan pusilánimes y tan amedrentados por ciertos apellidos del gay trinar mediático.
Si consideran que existen escritores que escriben novelas que jamás podrán cambiarnos la vida ni rebajarnos el colesterol, deberían señalarlos, y, no precisamente con el dedo, sino con una crítica bien argumentada y razonada.
Si no, es imposible saber a quiénes se refieren cuando hablan de ciertos escritores, que llevan años repitiendo en sus novelas el mismo estilo, las mismas divagaciones y la misma manera de aburrir a un muerto de la dinastía de Keops. ¿Se están refiriendo a Marías, a Muñoz Molina, a Almudena Grandes, a Pérez Reverte?
Ustedes, los críticos, tienen la palabra.