La mayoría de las personas que recuerdan su aprendizaje lingüístico suelen echar pestes coléricas contra la enseñanza de la gramática que padecieron. No le guardan ningún cariño. Para colmo, añaden que todo aquello de la morfo y de la sintaxis, de la grama y de la tica, que decía Sancho Panza, no les sirvió para nada. Ni para hablar mejor, ni para escribir. Tampoco para hacerlo peor. En parte, porque en clase ni les dejaban hablar ni, menos aún, escribir de un modo consciente y procedimental.
Sirvan, pues, estas líneas para hablar de un enfoque distinto de la enseñanza y aprendizaje de la Gramática, hacia la que Nabokov en su libro Habla memoria mostraba un entusiasmo recién estrenado.
La verdad es que reducir el aprendizaje de la gramática al análisis puro y duro, o convertirla en una plataforma para trabajar lo que ahora tanto se estila, la coherencia y la cohesión textuales, es un poco triste, porque minimiza el gran potencial creativo que posee.
Es un lugar común sostener que hoy, tal y como se enseña, es fuente de aburrimiento, y, lo peor de todo, de suma inutilidad. ¿Hay algo más aburrido e inútil que consumir diariamente una ración de sintagmas, de complementos y de verbos irregulares? El alumnado puede que llegue a distinguir las subordinadas sustantivas de sujeto que hay en un texto, pero no a tener idea de la intención irónica o argumentativa del autor. Sarcástica situación. Sé que la frase contiene un sujeto elíptico, pero ignoro que el autor me está tomando el pelo, y eso que estoy calvo.
Tal y como he sugerido, el aprendizaje y la enseñanza de la gramática pueden hacerse de un modo sugerente y, por supuesto, de forma creativa. No se trata de optar por una gramática funcional en contra de una gramática del non sense. Pueden ser compatibles. Por la creatividad se puede acceder a cualquier tipo de concepto. Siempre y cuando no reduzcamos la creatividad a mera espontaneidad lúdica, que es, a veces, lo que se quiere dar a entender de ella para descalificarla y desterrarla de la arena didáctica.
Eso, sí, independientemente de cuál sea mi orientación didáctica, necesitaré apropiarme de unos conocimientos gramaticales, asimilarlos y, a continuación, ponerlos a disposición de una intención que no necesariamente será para comunicar algo, sobre todo cuando no se tiene nada que decir. Los conocimientos nunca estorban, ni en una metodología tradicional ni creativa.
Una enseñanza gramatical, que empiece y termine su periplo didáctico en una oración y no se ligue la a la comprensión y producción de textos orales y escritos, se pierde más de un “pleonasmo adverbial”.
No basta con saber exquisiteces sobre el verbo, la elipsis, las subordinadas consecutivas, sino, también, y sobre todo, qué se puede hacer con ellos. ¿Qué sabe hacer el alumnado con la distinción pertinente entre sustantivos concretos y abstractos? ¿Qué sabe hacer el alumnado con las distintas y sutiles maneras de conjugar el verbo?
El punto de partida es el siguiente. En toda noción gramatical –sea de naturaleza fonética, sintáctica o semántica -, existe una posibilidad estética, una apuesta creativa, que es necesario descubrir y poner en circulación procedimental.
Se trata de un principio sugerente, pero lleno de exigencias teóricas y prácticas. Nos obliga a descubrir las posibilidades estilísticas que atisbamos en cada una de las nociones gramaticales que impartimos. Y qué textos de los existentes evidenciarían tal principio de gramática expresiva. Lo que nos llevaría directamente a la lectura de textos de la literatura universal, infantil, juvenil o de Bernardo Atxaga.
Nos es necesario reflexionar acerca de las posibilidades estéticas de las nociones gramaticales que hemos decidido integrar en el programa correspondiente. Es pertinente convertir la forma en un contenido procedimental. Pues viendo cómo funcionan esas nociones en el texto, cómo se organizan produciendo un sentido determinado, es como mejor se adquieren tales conceptos.
Al mismo tiempo, se desarrolla algo que adquiere una importancia indudable: hacernos conscientes, los alumnos y nosotros como profesores, del acto de escribir, y, por tanto, de desarrollar su conciencia lingüística. Si se posee ésta, veremos enseguida que no se trata de poner la primera palabra que nos viene, sino la que conviene a nuestra intencionalidad comunicativa. Una intención determinada exige una utilización lingüística y una composición textual concretas. Por ella, nos acostumbramos a ser precisos, que es la marca fundamental del estilo: la exactitud. Ser exactos no pasa nunca de moda.
Cuando la gramática se contempla como máquina para escribir historias, dejará automáticamente de convertirse en una fuente inagotable de aburrimiento y de inutilidad.
No es verdad que los escritores clásicos estudiaran gramática de una manera distinta a la que está acostumbrado el alumnado actual. La mayoría de ellos sufrieron y padecieron este sistema de disecar sintagmas, obligados a hacerlo por el taxidermista del lenguaje de turno, alias profesor de lengua. Igual que los actuales alumnos, los autores clásicos fueron aturdidos por cantidad de términos y conceptos gramaticales. ¿Entonces?
Entonces quiere decir que tampoco nos conviene el fatalismo. El sistema siempre tiene agujeros por donde puede escaparse la mirada del genio potencial. Como la mayoría de las personas no son geniales aunque tengan mucho genio, bueno será que a estas, sobre todo a estas, no les amarguemos la fiesta del sintagma mandándoles analizar qué tipo de palabra es contubernio, si parasintética, compuesta o un hiperónimo de tristeza.
Mucho mejor sería proponerles escribir un texto utilizando precisamente dichas palabras: hiperónimo, pluscuamperfecto, lexema, pleonasmo y complemento circunstancial. Y si lo queremos mezclar con vocablos matemáticos, como hipotenusa, cateto y logaritmo, mejor. Y así decir: “Aquella mañana me desperté con el hiperónimo hecho un desastre. Ignoraba el porqué. Pronto me di cuenta que el dolor que me producía el lexema derecho era pluscuamperfecto. Me tomé dos logaritmos acompañados por un chupito de güisqui. La mejoría fue instantánea. La hipotenusa recobró el esplendor de todos los días, aunque con mucha pena para mis complementos circunstanciales que seguían sin muestras de vida. Me senté en el sofá esperando que con las horas pasara el dolor y que, en algún momento, el pleonasmo de la felicidad se pintara en mis catetos. Pero ni así…”.
Ya se sabe, cosas de la gramática.