Que la iglesia sigue teniendo un poder inmenso lo prueba el hecho de que posee un lenguaje propio, exclusivo y excluyente. Un lenguaje que no entiende nadie. Ni siquiera los elegidos. Una gramática que nadie, con dos dedos de frente, es capaz de explicar de forma convincente. Cuando a un creyente le preguntamos qué significa la expresión «Dios existe» o «Dios es Amor» o que «Dios es nuestro Padre», su única respuesta es que para saberlo es necesario creer en él. Ya.
Como la mayoría de las cosas que dice la iglesia son atentados contra la razón, porque ésta es incapaz de entender las “maravillas” transcendentales que aquélla suelta, se cree en la caritativa obligación de explicar y de explicarse continuamente. Esto ha sido terrible. Porque al tratar de explicar las cosas, las ha ido inventando a la medida de sus miedos, de sus obsesiones, de su ansia de poder. Ha ido construyendo todo un discurso inquisitorial cuyo único fin ha sido controlar, vigilar y castigar. En definitiva, de crear en serie sujetos dependientes de su discurso y de su control. Repasen lo último acontecido con la palabra infierno y limbo, y se caerán del guindo como un servidor.
La Iglesia es y ha sido la medida de muchas cosas desagradables que ha tenido que sufrir la humanidad. Si la iglesia hubiera hablado claro desde el principio, hace más de un milenio que habría desaparecido. Como señalan algunos analistas, el único resultado visible de la implantación del cristianismo en el Imperio romano fue la introducción de un cáncer gravísimo para la vida social: el fanatismo religioso, con todo su cortejo de miseria moral y sufrimiento humano. Hasta Voltaire, que no era ateo, lo reconocía.
Los confesores, al nombrar el sexo, lo inventaron y lo descafeinaron. Y al inventarlo crearon un código tan poco claro, tan poco transparente que, al final, necesitaron de entendidos para descodificarlo. Casi toda la función de la iglesia y de los curas se ha reducido a ese cometido: a hacer de intermediarios y de intérpretes de los designios de un Dios que nadie ha visto, que nunca ha hablado, ni nunca ha dicho esta boca es mía. Por esta razón, pueden construir todos los juegos malabares metafísicos que quieran en su Nombre, porque éste, pase lo que pase, no ha de decir ni pío.
La iglesia y sus mediadores, los curas, desde un principio se inventan una ortodoxia y una heterodoxia. Ello, los convierte en verdaderos peligros de la Historia, ya que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso, político, sexual o social. Distinguen entre el fiel y el hereje, el creyente y el apóstata. Por todo ello, no es de extrañar que Nietzsche advirtiera que «mientras no sintamos la moral del cristianismo como un crimen capital contra la vida, los defensores de aquél tendrán todos los triunfos en su mano».
Estos mediadores ordenan, interpretan y condenan. Con su discurso, que ellos catalogan de origen divino, niegan la autonomía civil y la autodeterminación individual en todos los terrenos, pero, muy en especial, en los del libre pensamiento y el de la sexualidad.
Conocimiento y sexualidad son las dos fuentes indomeñables de la emancipación humana. La iglesia, como poder hegemónico sobre almas y cuerpos, ha sido la más feroz enemiga de ambas fuentes de emancipación. Ignorancia y castidad son para ella los factores más potentes de las disciplinas sociales del orden establecido. El saber puede, hasta cierto punto, instrumentalizarse, domeñarse, tergiversarse. Pero el sexo, en cambio, tiende impetuosamente a romper los diques del consenso hegemónico que sostiene las estructuras de opresión.
La consecuencia más negativa y más perversa que el cristianismo ha inoculado en el ser humano ha consistido en hacer de la sexualidad un problema; en convertir el sexo en una obsesión problemática. La sexualidad para la Iglesia ha sido siempre un problema, nunca un placer. Al menos de pico y de catecismo, pues en la práctica ya sabemos que para los papas y los curas ha sido un placer nada problemático y “pederástico”.
Haciendo un examen retrospectivo de la historia, nadie negará, y menos aún un teólogo moral, que los creyentes de cualquier época se enmarañaron enseguida en la cuestión de los pecados sexuales. En esta visión, entre otras muchas cosas quedan claras las siguientes: que la organización penitencial católica nunca se abstuvo de pecar; que nadie lo supo hacer mejor que el clero; y, en tercer lugar, que toda esa coerción sexual no trataba tanto de provocar una moralidad, una ética o una enmienda del pecador, como de crear personas dependientes: «Un ego te absolvo, no impide al pecador, gozar de otro pecado que borre al anterior», decía Nietzsche.
El clero necesita del pecado. Vive de él. Y vive especialmente bien de aquel pecado que es, con mucho, el más frecuente y constituye por ello su criatura favorita: el sexual. Este es el que esclaviza al creyente respecto a la Iglesia hasta la última fibra de su cuerpo y de su cerebro, recibiendo desde muy niño una educación hostil al instinto, al placer, inoculándole una conciencia de culpa.
La iglesia lo que ha hecho muy bien es hacer a la gente más desdichada, hacerla crecer con un complejo de culpabilidad respecto a su propio cuerpo inaudita. Para la Iglesia el sexo ha sido siempre motor de maldad.
¿Cómo es posible que alguien se avergüence de tocarse o de acariciarse su propio cuerpo, y que, para colmo, tenga que “pedir perdón” por ello? Este crimen solamente ha sido posible gracias a la Iglesia y a todos los padres putativos que le dieron fijeza y esplendor como Ireneo, Agustín, Atanasio, Cipriano, Ambrosio, y, sobre todo, Pablo.
Todos ellos auténticas cimas del pensamiento reaccionario e integrista.