El ridículo que se hace cuando justificamos la bondad de una novela es proverbial. Sobre todo, cuando la novela es buena. En estas ocasiones, resulta difícil escaparse del tópico.
Si la novela es mala, el crítico se pondrá serio, añadiendo que la estructura no está bien construida, el punto de vista no es el apropiado y la coherencia hace agua.
Es mejor, pues, que el crítico despelleje tu novela a que te prodigue veinte adjetivos, que, además, se los dice a todas. Si te censura, se esforzará en justificar su rechazo, y, al hacerlo, sabremos más de él que del autor a quien destroza.
La alabanza requiere pocos análisis. A veces, el autor es tan tonto que se la cree, sin reparar en que aquella no lleva aparejada ningún juicio literario.
El caso de alabanza más idiota con el que me he topado es aquel en que Guelbenzu afirmaba de una escritora que “la galería de tipos que aparecen en su novela es original, rica y sugestiva”.
El crítico lo decía porque “la formación de la autora es arqueóloga de profesión, lo que se advierte en la paciencia y justeza con que están ensambladas todas las piezas”.
Como se ve, una justificación muy literaria.
Me pregunto si el resultado habría sido distinto, caso de que la escritora, en lugar de arqueóloga, hubiera sido vinatera o costurera.
Ahora bien, ¿tener un oficio determinado propicia un tipo de escritura?
Si la respuesta es positiva, ningún crítico debería obviar en sus reseñas el dato del oficio del escritor. Explicaría, mejor que sus conocimientos, la bondad o maldad literaria, de los escritores.
Al fin y al cabo, un escritor sin oficio es imposible que escriba mejor que uno que es escritor-fontanero o carpintero. Y si es ingeniero, como era Benet, ni te cuento.
La vagancia nunca fue creativa.