La literatura infantil siempre ha sido el resultado de cruzar, fuera como fuese, con calzador o con soplete, una historia con una moraleja. Una serie de imperativos han marcado para bien y mal dicho género literario. Estos corsés fueron, y lo siguen siendo, de naturaleza psicológica, pedagógica, social, lingüística y política. Y seguirá así porque los adultos jamás renunciaremos a hacer de la infancia una etapa feliz… a nuestra imagen y semejanza.
La literatura infantil de hoy día está llena de buenas intenciones. Los libros destinados a los niños intentan responder a todos los problemas que los adultos creamos en sus vidas. No existe parcela de la realidad social que no haya sido filtrada por dicha literatura: familia, escuela, discapacidades, ecología, paz, violencia de todo tipo, y, un poco menos, muerte y sexo.
Si de algo adolece la literatura infantil es de esta hinchazón ideológica. Nos olvidamos fácilmente de que los mensajes languidecen y pasan como las nubes del texto de Azorín y que sólo los hechos permanecen, y, a veces, bien lo sabemos, sólo quedan algunos, los de la gente principal.
Los libros destinados para niños se someten al dictamen de la psicología tanto en su orientación afectiva, mental y emocional. Por el imperativo social, el más estudiado y denostado, los libros para niños pretenden socializar sus vidas hasta en sus más entrañables y perversos detalles. No en vano los niños siguen siendo esos perversos polimorfos, deliciosamente inaguantables. En tiempos, no me importaba calificarlos de mamestros; un cruce de mamón y de cabestro.
Gosciny reflejaba muy bien esta manera de intervenir del adulto cuando en boca del pequeño Nicolás decía: “Cogí un libro y empecé a leer; era estupendo, con ilustraciones por todas partes y hablaba de un osito que se perdía en un bosque donde había cazadores. A mí me gustan más las historias de vaqueros, pero tía Pulqueria en todos mis cumpleaños me regala libros de ositos, de conejitos, de gatitos, de toda clase de animalitos. A la tía Pulqueria le debe gustar eso” (El pequeño Nicolás, Alfaguara, 1978).
Por el contrario, la literatura pensada para adultos nos ofrece la imagen de unos niños que ningún padre con sentido propio los querría para sí. La mayoría son problemáticos, antihéroes, vagos, y, ¡cómo no!, inteligentes. De una inteligencia cum laude especialmente apropiada para hacer la puñeta al adulto.
Un rasgo común a todos estos niños es la infelicidad. En la literatura de adultos, encontrarse un niño feliz es muy raro. Paradójica laguna, porque los escritores son calcomanías del melifluo poeta alemán Rilke cuando hablaba de la infancia como esa arcadia beatífica o paraíso perdido, donde reinaba la inocencia, el amor y la despreocupación despelotada ante la incertidumbre del mañana.
La imagen de la infancia que reflejan en sus novelas los adultos suele ser deprimente. Parece como si todos siguieran el viejo dictum de Tolstoi cuando advertía que la felicidad es poco rentable literariamente hablando. Y de los buenos sentimientos infantiles cabría decir lo propio: ningún escritor hace –o no quiere hacer con ellos- literatura.
Una mirada sobre algunos de estos niños lo confirma.
En primer lugar, nos topamos con una infancia estática, que se niega a crecer. Son niños peterpanescos. Aunque lo parezca, el caso más llamativo no sería Peter Pan, sino el principito, de quien decía Lolo Rico que era “la máxima perversión de la infancia. Pues el principito no abandona su planeta para buscar aventuras y madurar, sino para asustarse y morir antes de dejar su idílico estado”.
En el lado opuesto, y en segundo lugar, estaría la infancia dinámica, esa que desea abandonar dicho estadio cuanto antes, porque intuye que eso de ser niño a todas horas es una tomadura de pelo. A estos niños, más que los pantalones, lo que les queda pequeño es la infancia. Suelen ser protagonistas de las llamadas novelas de formación o de búsqueda, y que enlazan con los cuentos tradicionales. Se van de aventuras –que es lo que significa la palabra, “a lo que salga”-, y triunfan, más que sobre la adversidad, sobre una infancia no deseada. En estos relatos, adquiere importancia capital algún adulto que inicia al niño en los conocimientos de la juventud e incipiente adultez, y, a veces, el descubrimiento del sexo como constatación de un impulso e iniciación sexual, casi siempre sin consumase.
Como he dicho, la infancia feliz no existe. Por el contrario, abunda la infancia trágica y desdichada que sigue el modelo dickensiano: la indefensión del niño ante un concentrado de situaciones patéticas; la infancia inquietante, seres que ponen patas arriba el concepto tradicional de la inocencia y bondad natural de la infancia. Especialmente, hay para tres gustos: niños crueles, con revestimientos ocasionales de sadismo –véanse Los niños buenos, de la actual premio Cervantes, Ana María Matute-, y niños asesinos, que, también, los hay. De ellos decía la misma autora que “los niños tienen en su mayoría cara de náufragos y un poquito de asesinos. Sí, porque están todos asesinando su imagen más bella, que es la infancia”. A saber. Pues, como el decía el otro, la infancia es bella sólo cuando la abandonamos.
Y, finalmente, quedarían los niños siniestros que la gozan manteniendo contactos con seres del más allá y haciendo la puñeta a los seres del más acá, como en Otra vuelta de tuerca, de H. James.
Podría decirse, en síntesis, que, mientras la literatura infantil se dedica a dibujar la infancia feliz –no toda-, la literatura a secas se ensaña en demostrar la inutilidad de tal proyecto. ¿Grave contradicción del adulto?
Sí. Y no sólo literaria.