Un supuesto conocedor de la personalidad del escritor cartagenero, Pérez Reverte, aseguraba que éste, dada su inevitable tendencia a ser un bocazas, “su calidad personal empieza a porfiar con el fenómeno literario”.
Se necesita una perspicacia endiablada para ser capaz de ver semejante relación conductista entre ambos fenómenos. Yo, particularmente, no entiendo muy bien cómo sucede tal desgracia concomitante. Lo digo porque ignoro cómo es posible medir la calidad literaria de los escritores sopesando las melonadas que dicen continuamente en la prensa. Y establecer su bondad o maldad ética por unas declaraciones, sean o no virtuosas, menos todavía. La gente nunca es lo que dice.
Una persona no agota su personalidad en uno de sus actos. Si así fuera, en cuanto Pérez Reverte consiga cogitar un pensamiento de esos que la gente califica como profundos, demostrará, entonces, que su personalidad es parecida a la de un monje cisterciense. Y, la verdad, ni tanto ni tan poco.
Lo diré sin remilgos. Pérez Reverte sigue siendo tan pésimo/óptimo escritor, antes, durante y después de sus declaraciones acerca del ministro que intentó un día imitar el comportamiento de Aquiles ante la muerte de su amigo Patroclo y el de tantos héroes épicos que, ante un suceso que les tocó íntimamente el magro, se dejaron llevar por el aparato lacrimal.
Pérez Reverte sigue siendo el mismo tipo de sujeto que lo era antes de caracterizarse, una vez más, como alguien que no tiene pelos en las encías a la hora de decir lo que piensa, aunque no piense mucho lo que dice.
Intuyo que hay que ser muy tonto para considerar que Faulkner era muy mal escritor, porque defendía que los negros no podían asistir a clase con los blancos. Y lo mismo podría decirse de la escritora Karen Blixen Dinesen, la inspiradora de la película de “Memorias de África”, quien, en un viaje por la Alemania de Hitler, elogió la organización y cohesión social con que esta ilustre prenda había dotado al país, sin decir ni pío contra los campos de concentración y el asesinato de judíos, homosexuales, gitanos y desvalidos de este mundo.
Manifestar ideas descabelladas, vulgarmente melonadas, no es incompatible con ser bueno o mal escritor. Ojalá que tal relación fuese así de concluyente. ¿Imaginan? La crítica literaria tendría sus horas contadas. Con escuchar lo que dijeran los escritores, sería motivo más que suficiente para decidir su calidad, no sólo literaria, también, personal.
Es insólito que sigan existiendo personas que dicen conocer a un escritor por sus declaraciones o por haber leído algunos de sus libros. El conductismo interpretativo sigue ganando batallas a mansalva a pesar de que su fundador hace tiempo que dejara de fumar.
Que se afirme que la “calidad personal” de un escritor se deteriora por culpa de unas manifestaciones, es sobrecogedor. Para empezar, convendría precisar que nunca llueve a gusto de todos. Y en el caso de Pérez Reverte, ni para qué contar. El hombre jamás dejó de ejercer como bocazas en esta monarquía constitucional del reino. Y seguidores de sus manifestaciones, siempre acompañadas por categorías cojonarias –la categoría conceptual kantiana por excelencia de los españoles-, los tiene en cualquier esquina de España. Sobre todo, en las esquinas con escupideras. Sin ir más lejos, un conspicuo locutor de la emisora de los casullas aseguraba que “Pérez Reverte somos todos”, pero algunos más que otros, desde luego.
Así que, después de haber analizado de forma acompasada el léxico tan “texticular” de sus novelas, uno no sabría de forma exacta en qué nivel de decrepitud se encontraría a esas alturas su “calidad personal”. ¿A la altura de la eme seca que dedicó al ministro llorón? Si la calidad personal de un escritor se midiera por la cantidad de tacos que utiliza en sus novelas o en sus artículos, está claro, entonces, que los mejores escritores serían los cuatro evangelistas, sobre todo el llamado Juan, cuyo texto parece haberlo escrito con la mística transparencia de las hostias de comulgar.
Quien aseguraba el primer aserto de este artículo, también se desmelenaba afirmando que Pérez Reverte “es un gran escritor, posiblemente el mejor en lengua castellana de los que están en activo si exceptuamos a los grandes de la literatura al otro lado del charco”.
Eso no se lo cree Mortadelo aunque se lo diga Filemón. La frase sólo caracterizaría el grado de inspiración estúpida de quien seguramente tiene el gusto literario, más que estragado, alatristado. Un gusto alatristado que es resultado de haber cortejado en demasía los textos del propio Pérez. Tampoco habría que preocuparse. Dicho gusto se cura al momento leyendo a Marcial Lafuente Estefanía.
Lo que sostengo no lo digo porque el citado Pérez no sea tal fenómeno literario para el gusto estético de quien así lo considere, sino porque para hacer aserto tan sublime sería necesario haberse leído a todos los escritores, que ahora hacen la competencia, no de bocazas, sino novelesca, al baladrón de Pérez Reverte, no sólo en Madrid, sino en todo el continente encharcado. Incluida la Guayana francesa, donde, como es sabido, hay serios seguidores de los Dumas, padre e hijo.
Se trataría de un fenómeno de voracidad lectora que ni siquiera padeció Borges. Tampoco lo sufrió el extinto Rafael Conte, que se había leído, incluso, lo que algunos escritores ni siquiera habían escrito.
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