En algunos ámbitos educativos, en especial los procedentes de la universidad y de un gran sector del profesorado adscrito a los niveles superiores –léase bachilleres antiguos y modernos-, se atribuye el bajo rendimiento académico de la adolescencia a la orientación que, según ellos, ha adquirido la enseñanza. Vamos, que la culpa la tienen los métodos, y no, quienes los ponen en su funcionamiento.
Según estos sociólogos de ocasión, la culpa radica en la orientación lúdica, divertida y entretenida, que ha adquirido el aprendizaje. Una orientación que está matando la llamada “cultura del esfuerzo y del trabajo”. Y se podría añadir: la disciplina, la responsabilidad y, sobre todo, el respeto a la autoridad.
La verdad es que resulta un tanto incomprensible dicho análisis.
Primero, porque eso de la orientación lúdica de la enseñanza y del aprendizaje, yo, al menos, no la veo por ningún lado, ni la he visto jamás como principal inspiradora de la pedagogía de cualquier programa más o menos oficial o institucional. Precisamente, si de algo ha abusado el sistema educativo es de un rigor mortis eterno, derivado de una seriedad y de un verbalismo o autoritarismo, valga la redundancia, ya clásicos.
Segundo, porque una orientación lúdica de la enseñanza y aprendizaje de cualquier área del conocimiento es mucho más exigente, tanto en planteamientos como en procedimientos, que una pedagogía seria, circunspecta y exuberante de rigor, de rigor mortal, quiero decir.
Al sistema educativo le da pánico el juego, de jocus, de ahí lo de jocoso, jocosidad y, echando mano de la propia cosecha etimológica, joconudo.
Una enseñanza joconuda que, además de divertir y entretener, se ríe de la autoridad inflada, de lo ridículamente erudito, es una enseñanza que en modo alguno es incompatible con la reflexión, con la racionalidad y con el trabajo. Todo juego exige unas reglas, sin cuyo cumplimiento no puede obtenerse ningún sentido ni significado. La lengua, por ejemplo, si por algo se caracteriza es por ser un conjunto finito de significantes con los que se pueden obtener miles de significados distintos, contradictorios, paradójicos, razonables, bellos y horribles.
Rabelais, autor de Gargantúa y Pantagruel, se pasó toda la vida asediado por gente seria, malhumorada, profesoral. Los caracterizó como los agelastes, es decir, personas sin humor. Para él, estos agelastes eran los verdaderos inspiradores del terror doctrinal que mata la vida y la heterodoxia, fuente primordial de la divergencia y de la búsqueda incesante de nuevos derroteros.
Cierto pensamiento social, cautivo de las pretensiones uniformadoras de la cultura, considera que la creatividad es peligrosa, porque cultiva la divergencia, el ir en otra dirección distinta a la que marcan los cánones de la normalidad y de la colectividad. Hasta el ilustrado Kant, el autor del slogan “atrévete a pensar”, abominaba de las novelas porque, en su risible opinión, conducían al ser humano a desviarse –etimológicamente eso es lo que significa divertirse-, de su verdadero fin ontológico: lograr una autonomía ética mediante el ingente esfuerzo neuronal del cerebro. Las novelas, en este quehacer, servían de muy poco. De ahí que para los ilustrados, la imaginación como la creatividad apenas contasen en el desarrollo de la sensibilidad autonómica y razonable. Probablemente, como hoy. A fin de cuentas, de la Ilustración hemos heredado, entre otras cosas, una de sus peores actitudes: la persecución de la diferencia. Y ello, a pesar de la tan cacareada tolerancia de los Voltaire y compañía. Por cierto, éste pedía en su tiempo que se censurasen los pasajes crudos del propio Rabelais.
Todo lo contrario a lo que sucede con el pensamiento joconudo y divergente, cuya cualidad fundamental es respetar los ritmos y peculiaridades del sujeto, aspectos esenciales que marcan el aprendizaje del conocimiento y de la autonomía personal.
En los procesos creativos, lo importante es el flujo individual, lo que uno pone en ellos. Pero de ahí no se desprende que lo social quede al margen. Más bien sucede lo contrario. Es curioso constatarlo, así que digámoslo una vez más. Está comprobado que, gracias a la divergencia, la sociedad alcanza la dosis necesaria para su cohesión interna, que, en algunos casos, puede identificarse con su domesticación. Sin la divergencia y la libertad creadora, la cohesión social sería una filfa. Para decirlo plásticamente. El vicio ha hecho mucho más que la virtud para convertirnos en ciudadanos, más o menos arrepentidos. La persecución del vicio ha cohesionado, social, política y culturalmente, mucho más a la ciudadanía que la práctica de cualquier virtud, aunque ésta fuera teologal.
Con cierta frecuencia, para caracterizar la bondad o maldad intrínseca de un sistema de enseñanza o de aprendizaje se analiza la importancia que se da a las preguntas y a su naturaleza.
En un planteamiento joconudo de la enseñanza y del aprendizaje, la modalidad de las preguntas adquiere casi siempre el sesgo de lo divergente. ¿Por qué? Porque las preguntas convergentes se agotan muy pronto. La mayoría se acaba en su pura literalidad. Los libros de texto, en este sentido, son ejemplos de una triste elocuencia. En cambio, las preguntas creativas, analógicas, divergentes, no se acaban de responder nunca.
Una pregunta convergente no va más allá del texto; una pregunta creativa revoluciona el interior del individuo. En la pregunta convergente, el texto siempre es el protagonista; en la pregunta joconuda, lo es el lector y su interacción con el texto.
Lo convergente rara vez produce placer; lo divergente, por el contrario, te pone en el disparadero de alcanzarlo. La pregunta convergente está orientada a modelar el carácter del individuo en función de los otros; la pregunta creativa busca modelar al sujeto en clave personal.
La orientación convergente del aprendizaje se pasa el tiempo sancionando la incorrección de las respuestas; la divergente acepta la pluralidad de respuestas y ve en ellas un pretexto excelente para seguir indagando en lo que sabe y siente el sujeto.
La enseñanza convergente sanciona el error con descalificaciones. El aprendizaje divergente aprovecha el error como un pretexto más para desarrollar el ingenio.
En resumen. La divergencia no nos aleja de los demás. El pensamiento divergente, creativo, crítico –en síntesis, joconudo-, lo que hace es respetar la diferencia. Porque las diferencias nos marcan de modo inexorable y particular. Al fin y al cabo, ¿qué merito puede haber en respetar a los que piensan y sienten como nosotros? Lo joconudo está en hacerlo con quienes son distintos y diferentes a uno mismo.
Sé que la afirmación puede resultar un tanto restrictiva, pero cabría decir que “sólo” (?) el cultivo de un pensamiento joconudo educa al sujeto. Un cultivo que, por supuesto, debería adoptar un planteamiento interdisciplinar. Lo cual, ya lo sé, es más que un imposible, un milagro. Y no del currículum, precisamente, sino de la falta de jocunosidad del sistema, y, puestos a decirlo casi todo, de muchos profesionales nada joconudos.