Cuenta Unamuno que, al recibir las pruebas de la imprenta de uno de sus libros, el corrector había escrito al margen de una página la siguiente expresión: “¡Ojo!”. Con ella se daba a entender que la frase a la que hacía referencia no estuviera, quizás, a la altura gramatical del corrector. Unamuno devolvió las pruebas sin corregir ni una coma. Sólo añadió al “¡Ojo!” del corrector la expresión “¡Oído!”.
Ya es sabido que las relaciones entre escritores y correctores son motivo de más de un sobresalto y de enemistades soterradas. Ello se debe, en parte, a que algunos correctores tienen ínfulas de escritores y se permiten, incluso el improbable gusto de corregir el estilo de estos. Humillación a la que no está dispuesto a recibir ningún escritor.
A pesar de ello, el trabajo del corrector es imprescindible. Puede enriquecer el del escritor. De hecho, así sucede con algunas novelas publicadas. En especial lo es, si se dedica a indicar todo tipo de fealdades gramaticales que deslucen los textos: anacolutos, ambigüedades, falsas concordancias, repeticiones que pueden sonar innecesarias o redundantes para la inteligencia del lector. O sugerencias en torno a la misma extensión y configuración físico espacial de los fragmentos.
Y todo ello en un tono de suma consulta cordial. Y no, a las bravas sintagmáticas. Porque, naturalmente, hay correctores que se saltan las normas de dicha urbanidad elemental y donde el escritor puso hético, pues va el corrector y, sin avisar, por la espalda, lo sustituye por ético. Decir que “todo quedó en hético gazpacho de borrajas” no es lo mismo que asegurar que “todo quedó en ético gazpacho de borrajas”.
Claro que una cosa son las erratas comunes, adorables erratas, y de las que nunca se sabrá de modo fehaciente cuál fue su hacedor original, si el autor o el corrector, y muy otras las que hacen referencia a los latinajos, con los que se salpican algunos textos.
Con los latinajos está sucediendo algo curioso. A pesar del desamparo institucional en el que se encuentra la enseñanza y aprendizaje de las humanidades, lo cierto es que, en estos últimos años, las expresiones latinas se han extendido como dulce plaga. Y es que, como decía Lázaro Carreter, “entre decir, por ejemplo, que “de hecho”, los resultados son los mismos”, o que lo son “de facto”, esto resulta preferible, porque eleva medio palmo la estatura de los hablantes”. Sin embargo, queriendo latinizar los textos, actividad que algunos asocian con pedantería, se apalea el latín y se cometen muchos disparates.
No sólo por parte de los escritores, sino, también, por la ultracorrección a la que someten los latines algunos correctores ignorantes, que, ni funcionan con el oído unamuniano, ni con el ojo puesto en el diccionario, elemento imprescindible de cualquier lector incompetente, como ya dijera Nabokov.
Las relaciones del personal con el latín se están volviendo tan agresivas que casi es recomendable no utilizar ninguna de sus expresiones. Sin ánimo de reproducir los desaguisados que se perpetran con alevosa ignorancia, pero no con premeditación, contra estas inofensivas expresiones latinas, he aquí una breve muestra de ellas, y que consigno para evitar sus futuros suplicios. De este modo, tanto correctores y escritores sabrán a qué atenerse en cuanto las encuentren en su camino. Son todos los que están, pero no están todos los que sufren el acoso de la autosuficiente incuria de estos tiempos inhumanos en que vivimos.
“Mutatis mutandis”. Significa “cambiando lo que se deba cambiar”. En muchos escritos se sustituye por un incorrecto “mutatis mutandi”.
“Statu quo”. Se usa como sustantivo masculino para designar el estado de cosas en un determinado momento. Por tanto, no está bien escrito cuando se lo transforma en “status quo”, muy habitual en las crónicas y reportajes políticos.
“In medias res”. Significa en medio de las cosas; en plena acción; en pleno asunto. En narrativa, da nombre a una determinada estructura, refiriéndose a que el asunto no se ha tomado desde el principio; sino en su momento culminante, en la situación conflictiva. La expresión es de Horacio, tomada de su “Epístola ad Pisones”. Al escritor, sea pedante o no, le gusta mucho utilizarla. Sólo que, en ocasiones, la escribe mal, y dice “in media res”. Pero lo peor es cuando la escribe bien, y viene el corrector y comete el desaguisado de la media.
“Motu proprio”. Significa por impulso propio; por propia voluntad; libremente; espontáneamente. Y son incorrectas aquellas expresiones que pretenden sustituirla por “de motu proprio” y “motu propio”. A la primera, le añaden una preoposición innecesaria; y a la segunda, le birlan la r.
“Grosso modo”. El diccionario define esta coloquial expresión como aproximadamente; a grandes rasgos; más o menos; sumariamente. A pesar de lo que está extendida, o, quizás por eso, lo cierto es que muchas personas la citan anteponiéndole la preposición a. Y es, entonces, cuando genera confusión. Lo mismo sucede con la fórmula burocrática “envíenos la respuesta a la mayor brevedad posible”, que es lo mismo que decir “nunca”. Porque, ¿hay alguien que se haga llamar Lamayor Brevedad Posible? Para evitarlo, úsese la preposición “con”. De este modo: “envíenos su respuesta con la mayor brevedad…”
“Urbi et orbi”. Significa a la ciudad de Roma y a todo el mundo. Y hay gente que, incluso siendo un gargantúa de los garabatos psicomotrices del papa, sigue escribiendo y diciendo erróneamente “urbi et orbe”. Desprovista de su sentido religioso, la expresión, en sentido laico y coloquial, significa a los cuatro vientos; a todas partes.
Cabe añadir que no son solamente las expresiones latinas quienes llevan la peor parte de las ultracorrecciones. Existen, también, locuciones coloquiales a las que se sigue maltratando, peor, incluso, que a las expresiones latinas. Una de ellas, y que he terminado por renunciar a su uso, es “hacer agua”. Una defensa de un equipo de fútbol cuando es un coladero “hace agua”, pero no “hace aguas”, que es lo que se oye en televisión y se lee en los periódicos. Si lo hace es que se dedica a “defecar” (hacer aguas mayores) o a orinar (hacer aguas menores). Esta confusión, quizás, se deba a que sentimos mayor predilección por lo escatológico que por la exactitud y rigor lingüísticos.
En resumen. El mejor sistema para evitar estos desaguisados es siempre la consulta a un buen diccionario, tanto para el escritor como para el corrector.
En cuanto a éste, y en caso de duda o en caso de no disponer de un buen diccionario, sólo me atrevería trasladarle la nota que Diderot escribió a su librero y editor Le Breton, fechada en 1751: “Señor, le ruego que les diga a los cajistas de una vez por todas que no han de poner letras donde no las haya, y que deben poner todas las que he indicado, y no otras”.
Si ésta fuera la práctica habitual, el lector, que sí se fija en estas cuestiones por no considerarlas de poca monta, sabría en todo momento que la responsabilidad de ciertas palabras y expresiones, tal y como aparecen en los textos, es exclusiva del autor. Misterio de higiénica propiedad intelectual que hoy es imposible resolver de forma justa y distributiva.