El vecino de arriba no sabe hasta qué punto me está ayudando a convertirme en un fascista asqueroso. Cada vez que le oigo gritar a sus retoños se me ponen los pelos del sobaco como púas de erizo marítimo y, peor aún, me transformo en una mala bestia capaz de cometer un atentado contra el Estado de Derecho, encarnado en un imbécil.
Lo que menos me importa es que maltrate a sus hijos de palabra y de obra; al fin y al cabo, son de su propiedad y los padres hacen con los hijos lo que quieren. Lo que me fastidia es que tenga que vociferar tanto. ¿Acaso no puede decirles que son lo que son en voz queda? ¿No puede berrear a sus hijos que son unos idiotas, unos subnormales, idénticos al energúmeno de su padre, en un tono de voz menos estridente?
Parece que quisiera dar a entender a todo el mundo, que lo oye, que es un mal padre, cosa que todos lo somos en cuanto nos transformamos en tales bichos.
Estoy seguro de que mi vecino sabe que lo que yo más odio en este mundo es el ruido en cualquier modalidad sonora. Si no, no es posible que lo arme a todas horas.
Sé que la inconsciencia es la fuente más poderosa de la estupidez, por eso no creo yo que el ruido de mi vecino sea producto de su ignorancia. No. Yo estoy convencido de que mi vecino ha estado toda la vida entrenándose para producir ruido a su alrededor y que, ahora, que vive en comunidad, le ha llegado la hora evangélica de ejercitarlo. Y es, en verdad, digna de admirar su indeclinable voluntad a convertirse en un virtuoso coleccionista de ruidos. No pasa día, ni noche, ya sea utilizando a sus niños, ya los muebles de la casa, en que deje de ejercitarse.
Nunca he hablado con este vecino. Ni siquiera sé de qué tobillo ideológico cojea. Me resisto a aceptar que este hombre, capaz de producir tanto ruido con la boca y con las manos, pueda pensar como yo sobre el Gobierno, el Estado de Derecho, la Guardia Civil, las drogas, el aborto, la clonación, la religión, la ecología el amor de madre, la reforma laboral…
Es posible que su ideología sea afín a la mía. Y, sin embargo, lo odio a muerte.
Me pregunto si este odio que experimento no me emparentará con toda esa ralea de sujetos a los que se tacha de nazis, fascistas o crápulas a pecho descubierto. Y sigo preguntándome si no serán estas cosas, estas cosas elementales y sencillas, las que de verdad me desequilibran y me llenan de violencia, mucho más que la situación mundial, las guerras, las pestes, los racismos, el hambre, la crisis, el integrismo religioso…
No sé…, pero ese ruido está revelándome la peor parte de mí mismo.